Es intrigante y tenebroso enterarse a cada rato de las decisiones que toma el Facebook para vigilar la higiene moral de sus dos mil millones de usuarios: la tercera parte de la humanidad. No pasa una semana sin que se sepa de un nuevo arrebato de limpieza espiritual que esa compañía –gran Savonarola digital del mundo vivo— le asesta, para su bien, a la humanidad gemebunda.

Con un decantado puritanismo judicial, Facebook ya ha encontrado impublicables en su red social cuadros como El origen del mundo, el óleo de Gustave Courbet, clásico retrato de la vulva que, suspendido de los muros del Museo d’Orsay, en París, ilumina con su luz divina e infernal –como escribió La Rochefoucauld—, “con una luz que no se mira impunemente, no más que al sol”. Algún profesor de arte, que reprodujo el cuadro en su cuenta, fue sumariamente enjuiciado por el alto tribunal Facebook y expulsado para siempre de su púdico concierto. El asunto dio origen a una querella legal que reprodujo en cierta forma el que ocurrió en 1866, cuando la obra de Courbet fue exhibida por primera vez. Del óleo al pixel, el terror a “la válvula que se abre en suculenta recepción” (como definió César Vallejo a la envolvente vulva), cambia de medio, pero no de miedo.

Días más tarde fue el turno de la hermosa Venus de Willendorf, la elocuente escultura paleolítica que muestra la imagen por excelencia de lo que los estudiosos de las religiones arcaicas llaman “La Gran Madre”: una figura femenina hecha de abudancia epidérmica, con sus enormes esferas en los pechos y las nalgas, el vientre henchido de vida con su ombligo diametral, la imagen misma, en suma, de la Diosa elemental, la fértil genitora de las tribus todas. La osada usuaria que incluyó en su página Facebook a esa preciosa figurita, que conocen bien millones de personas en el mundo, también fue censurada, toda vez que según los capirotes de Facebook “nuestra política de publicaciones no permite los desnudos”. (Cuando se enteraron de que la figurita no era una mujer viva, sino una estatua con veinticinco mil años de edad, reconocieron que había sido un error y que su política “tiene una excepción con las estatuas”.)

Esta semana fue el turno de La Libertad guiando al pueblo, el sublime óleo de Delacroix que hospeda el Museo del Louvre y que representa a la Libertad como una mujer –la legendaria Marianne— saltando una barricada seguida por “el pueblo”, con la bandera de Francia en alto y los pechos al desgaire. La idea de la libertad, el himno a la rebeldía, la celebración del levantamiento no parecen incomodar a nadie: lo que es intolerable es que la Libertad use pezones.

El dueño de Facebook (y al parecer del mundo, incluyendo a su origen vulvar), que es un señor llamado Mark Zuckerberg, ha anunciado recientemente que su compañía posee un “equipo de censores” encargados de vigilar lo que exhiben los usuarios, borran lo que le parece “ofensivo” a algún promedio de “decencia”. Uno establecido, supongo, por algún algoritmo victoriano instintivamente aterrado por los cuerpos humanos. Este equipo ha pasado en un año de tener cuatro mil inquisidores a tener el doble. Quizás nunca, estadísticamente, hubo tantos censores juntos en la historia del mundo (ex vagina). Y quizás el criterio de “decencia” nunca ha sido tan inescrutable como ahora.

Qué tiempos extraños vivimos. La censura en las redes, desde luego, va de la mano con otras proteicas formas de vigilar y castigar cada vez más vastas zonas de expresión. En Estados Unidos retiran de las listas de lectura novelas que los severos alguaciles de la “corrección política” llevaron a la picota del “racismo”. Al parecer, algunos estudiantes se sintieron “incómodos” por hablas que juzgan racistas. Y pues al carajo con Mark Twain, con J.D. Salinger y con Jack London: son culpables de generar “incomodidad”…

Hasta en Francia han censurado ahora a Louis-Ferdinand Céline, cuyos escritos antisemitas son, desde luego, tan moralmente repugnantes como intrigantes sus novelas. Que el genio de Céline haya sido capaz de pergeñar esos escritos atroces es, sin embargo, parte de lo que hace tan necesaria su libertad, una que no excluyó la de errar y aun corromper. De eso se trata la literatura: sin ella ¿cómo entender los márgenes, la naturaleza misma de la repugnancia?

Erradicar de la literatura y el arte todo lo repugnante, pasarla por los ojos de los censores —sean los de Facebook o los de la academia— terminará por hacer del arte y la literatura un caldo desabrido y anodino. Tiene razón Vargas Llosa: “Quienes se empeñan en que la literatura se vuelva inofensiva trabajan por volver la vida invivible, un territorio donde, según Bataille, los demonios terminarían exterminando a los ángeles”.

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