El dolor individual es intransferible; el sentimiento trágico de la vida proviene de una soledad que no logra ser anulada; ni por la complicidad, el amor, la fraternidad o la compañía. El sufrimiento ha sido, para los artistas románticos, los místicos cristianos o para cualquier ser humano afectado de pesimismo trágico, una vía de conocimiento y de resistencia ante la calamidad que les supone ser mortales y habitar un infierno terreno. ¿Qué persona es capaz de saber, a ciencia cierta, lo que acontece en la mente del otro? La más considerable señal de respeto que uno puede ofrecerle a alguien es justamente considerarlo otro y distinto, un ser cuya existencia nos es dada como un fenómeno pleno de grietas morales insalvables y pensamiento desconocido. Voy a entrometer ahora, pues me conviene, un poema de Nezahualcoyotl, el rey melancólico y culto (traducido del náhuatl al castellano por Miguel León Portilla): “¿A dónde iremos / donde la muerte no existe? / Mas, ¿por esto viviré llorando? / Que tu corazón se enderece: / aquí nadie vivirá para siempre. / Aun los príncipes a morir vinieron, / hay incineramiento de gente. / Que tu corazón se enderece: / Aquí nadie vivirá para siempre.” Aun aquejado por una melancolía y sensibilidad trágica, Nezahualcoyotl gobernó Tezcoco y con su mano afianzó y estimuló el ánimo cordial y civil de su comunidad. En su Relación de Tezcoco, Juan Bautista Pomar escribió en 1582, (traducción de Ángel María Garibay): “Las leyes y ordenanzas y buenas costumbres y modo de vivir que generalmente se guardaban en toda la tierra —en alusión a México, Tacuba, etc.— procedía de esta ciudad (Tezcoco). Y comúnmente se decía que en esta ciudad tenían el archivo de sus consejos, leyes y ordenanzas, y que en ellas les eran enseñados para vivir honesta y políticamente y no como bestias”.

El propósito de las citas anteriores es suponer que a pesar de ser un poeta, Nezahualcoyotl (1402-1472), asumió la responsabilidad de gobernar y construir leyes y obras para el bien de su tierra y hacer de la política una práctica honesta y justa. Como todos sabemos —¿quién podría no saberlo, acaso un anacoreta o un sabio?—, el 19 de septiembre pasado un terremoto dañó algunas zonas del centro de México y concentró su dureza en esta ciudad que han dado en llamar por medio de unas siglas: CDMX. En esta ciudad hubo muertes, varios edificios caídos y dañados, señales de ayuda y solidaridad social, exhibición desbordada por parte de los medios de comunicación, rapiña, campañas políticas realizadas no desde un templete, sino desde los escombros de alguna construcción desmayada o muerta; dolor; miedo; rumores que sobrepasan toda imaginación y muchas palabras; conversaciones familiares y sobre mesas orientadas a la narración del dilema recién vivido. Una honrosa cantidad de jóvenes aprendieron algo del civismo y de la ética que sus escuelas desterraron de sus programas de estudio, y alrededor de 170 personas —en esta ciudad—murieron y muchas otras perdieron sus vivienda y pertenencias. Los gobiernos locales y el federal no deberían tener problema económico alguno para restaurar y hacerse cargo de las consecuencias materiales del terremoto. Ver en la televisión a funcionarios de muy alto cargo pidiendo pilas para radio es un tanto oprobioso. Los funcionarios, políticos, fuerzas armadas y demás sólo tienen que hacer su trabajo y hacerlo bien, y no desde el día de la tragedia, sino desde que comenzaron a ocupar cargos públicos (con algunas cuentas de banco y propiedades los funcionarios que ahora rezuman solidaridad, piedad y sufrimiento podrían saldar los costos del accidente sísmico: su presencia en medios me recordó La Batalla de Midway, del director John Ford en el que se manipula el sentimiento de los estadounidenses durante su guerra contra Japón). Los peritajes técnicos y la seguridad científica y el auxilio inmediato que debería ser ofrecido por las autoridades a quienes no pueden volver a sus edificios o casas porque ignoran la magnitud de los daños, es esencial para saber si, en verdad, existe fundamento y eficacia a la hora de restaurar una mínima confianza en aquellos asumieron una responsabilidad política.

La tragedia individual, como el dolor que esta causa, puede ser compartido sólo de manera parcial. La tragedia social sí que
puede ser compartida y vivida de manera civil. La frontera entre ambas es ambigua. ¿Qué podemos decirle a quien ha sufrido la muerte de personas amadas y a causa de ello experimenta una tragedia individual? Nada, sino acaso ofrecerle compañía o consuelo. Por el contrario, la desgracia social causada por el terremoto sí puede ser reparada. Y no será pretexto para desvanecer la memoria
reciente que incluye gobernadores en fuga, riqueza obscena y desmedida de quienes
ostentan cargos públicos, acoso del crimen organizado, en tantos casos asociados a
autoridades que el mismo crimen promueve o compra.

Recuerdo que en el relato de Heinrich Von Kleist (1777-1811) , El terremoto de Chile, los personajes, Jerónimo y Josefa, dos jóvenes que viven en una sociedad inhumana y cruel se ponen a salvo gracias al desastre natural. La ciudad que los hostigó, vejó y condenó sufre ahora la experiencia devastadora de un terremoto. Ellos hilan a partir de aquí su amor y paraíso. No obstante su felicidad pasajera, se equivocan al creer que el terremoto ha llevado la comprensión y bondad a la ciudad y cuando vuelven a ella se percatan de que más allá de la devastación física nada
ha cambiado y es entonces que son martirizados y asesinados. ¿Y el paraíso? P.D. Termino sugiriendo una novela de Lukas Bärfus, Koala, que narra la experiencia de un escritor interesado en el suicidio real del propio Heinrich Von Kleist y que debe también asumir el suicidio de su hermano. Qué insoportable es la tragedia íntima, la que se vive en la experiencia y en la soledad. La tragedia social, en cambio, puede y debe ser resuelta o aminorada.

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