Un maratón es, tal cual, una carrera larga de resistencia en la que se recorren 42 kilómetros 195 metros. No es necesario ir a Berlín, Chicago, Nueva York, Santiago de Chile, Tokyo o Vancouver para correrlo. Tampoco es requisito inscribirse o portar número. Quien sea que corra esa distancia podrá decir que hizo un maratón y considerarse un maratonista.

Aunque yo participaré pronto en uno de esos multitudinarios —que me emociona mucho, porque hace dos años no pude concluirlo tras abandonar por lesión en el kilómetro 18—, cada vez soy menos afín a estos eventos masivos donde hay tanto #happyrunner que a últimas fechas me sacan ronchas.

Yo fui uno de ellos, debo aclararlo, pero quizás empezar a correr contra reloj me amargó (un efecto típico del tiempo), especialmente cuando los eufóricos no saben distinguir la derecha de la izquierda, o cuando salen del corral A aunque les corresponda el Z. Pero hoy esta columna nada tiene que ver con mis disgustos ni con la felicidad ostentosa, sino que va dedicada a los corredores invisibles, a los que ni siquiera saben que están corriendo:

A quienes de la noche a la mañana su vida se convirtió en una cuesta, a los que cayeron enfermos, a los que no pueden dormir, a los que no quieren despertar, a quienes perdieron sus sueños, a los que no tienen fuerza para perseguirlos, a los que no encuentran sentido, a los que rezan por que todo termine pero para quienes todo continúa.

A los exhaustos, a los que no pueden parar, a los que darían todo por seguir, a quienes no tienen idea de cómo hacerlo, a aquellos que se quedaron sin nada, a los que tienen todo, pero a nadie, a quienes no pueden tener hijos y es lo único que desean, a los que ya no hablan con ellos, a los que se quedaron sin empleo y temen nunca más conseguir uno, a los inseguros, a los desamparados, a todos los que están sufriendo.

Un maratón no es una selfie, ni una medalla o una playera de finisher, es una historia de vida, una odisea, es la gesta del soldado griego Filípides, quien en el año 490 a. C. habría muerto de fatiga tras haber corrido 42 km y 195 m desde Maratón hasta Atenas para anunciar la victoria sobre el ejército persa.

Cuando vuelva a correr esa distancia sobre la faz de la tierra, será así como Murakami, al revés, de Atenas a Maratón, sin chips, sin parafernalia ni muchedumbres, yo y mi alma, solo con alguien que me ayude con la hidratación. Posiblemente entonces sí ponga en mis audífonos Shiny Happy People*.

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