Se sabe de algunos escritores que escriben sus sueños y luego los aprovechan para hacer su literatura. No soy de esos escritores; pero no porque no quiera, sino por una razón que me da pena confesar: mis sueños suelen ser muy aburridos, o francamente espeluznantes y pesadillescos, pero en este último caso no son muy diferentes de lo que se ve y se lee en la nota roja. De vez en cuando sueño cosas bonitas, digamos; pero no dan para andarlas contando por ahí ni mucho menos para darles la forma de un cuento, de un poema inmortal o de una confesión lírica o clínica. Pero hace unos días (hace unas noches), contra la costumbre de esa parte de mí que sueña, tuve una experiencia que sí quiero contar. La llamo “el sueño de las fotografías” y me dejó pensativo y hondamente intrigado.

Estaba yo con mi esposa y unos amigos en un café; conversábamos apaciblemente. Yo me levanté de la mesa, salí del lugar y crucé la calle, rumbo a una tienda con toda la pinta de lo que llamamos “una librería de viejo”. Bien: hasta aquí, nada del otro mundo; un sueño como tantísimos que he tenido. Entré en la librería y me topé casi de inmediato con una mesa muy amplia, llena de papeles, libros, revistas y fotografías. Revisé someramente esos materiales y comencé a examinar las fotos: en muchas aparecía yo mismo. Aquí el sueño empezó a ponerse interesante.

Las imágenes correspondían a épocas de un pasado varias décadas distante; yo no tenía canas y tiraba a muy joven o a adulto que comienza apenas a serlo; digamos, un treintón, cuando mucho. En esas imágenes no era yo capaz de reconocer a nadie de las personas que me rodeaban y con las que parecía departir, muy divertido al parecer, o en un plan de insólita confianza, de conversada familiaridad. Había niños, ancianos, mujeres, muchachos, gente de toda edad y condición; todos vestían con toda normalidad, nadie destacaba por algún rasgo o actitud.

Eran fotos como hay millones; pero eran testimonios o testigos de una vida que nunca he vivido, que no viví jamás y que no recuerdo en absoluto. Cuando me di cuenta de eso me invadió una sensación avasalladora, mareante; no era miedo ni desconcierto ni asombro: era otra cosa, como si hubiera yo ingresado en una realidad paralela o de plano en la Dimensión Desconocida (no estaba consciente de estar soñando, desde luego: era un sueño muy realista).

Salí de la librería y volví al café; había tomado una decisión: comprar cuantas fotografías de aquellas que pudiese. Quería comunicarlo a mi mujer y a mis amigos, pero me temo que no me hicieron mucho caso. Volví a toda prisa a la librería y me dispuse a escoger las fotos que me llevaría: no encontré una sola de las que tan grande impresión me habían hecho. Se habían esfumado. Yo estaba boquiabierto. Miré al dependiente, como pidiendo ayuda. Él, un hombre mayor, de apariencia afable, me sonrió tenuemente y siguió ocupándose de sus asuntos.

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