“Es mucho mejor novelista que tú”, le dijo alguna vez al escribidor una persona chiquita que inhalaba oxígeno y exhalaba versículos de veneno. La afirmación era improcedente, porque Montero Glez (Madrid, 1965) era y es mejor que casi todos los prosistas españoles nacidos a mitad de la década de los 60.

Francotirador que caza en solitario, sin haber formado parte nunca de grupúsculos, afinó a la perfección el estilo antes de realizar su primer disparo. Y al paso del tiempo, a contracorriente de los usos y costumbres, rebasó por la derecha a cuanto competidor se arriesgó siquiera a soñar con llevarse cuatro de los más prestigiosos premios en lengua española: el Azorín, en 2008, por Pólvora negra; el Llanes de viajes, en 2012, por Huella jonda del héroe; el Logroño, en 2014, por Talco y bronce; y el Ateneo de Sevilla, en 2016, por El carmín y la sangre.

Antes había sorprendido a los más respetados tipos de letras con obras de lectura obligada, como Sed de champán, Cuando la noche obliga, Manteca colorá, Zapatitos de cemento, Besos de fogueo y, a mitad de camino y después, con otra media docena de títulos que merecen una señalada reverencia.

En Cádiz vive y escribe y dispara cuando se le tercia, con un Barret M107, de esos que hacen blanco a 2 mil metros. Y además de sus libros se permite mantener para El País su columna titulada El hacha de piedra, que en el nombre lleva la fama.

—Hace ya muchos años decías tener una prosa de ametralladora. Y era cierto. El efecto que eso crea en el lector es de muy alta velocidad, pero seguro es trabajada, hecha con calma, en lento silencio, para luego disparar rápido.

—Es cierto, mi papelera tiene la última palabra y está a rebosar. Más que escribir “desescribo”. Estoy siempre poco satisfecho con mi trabajo. Me acuerdo de Paco de Lucía que siempre estaba renegando de sus propias composiciones. Detalles en los que nadie reparaba, él los señalaba como errores que le deprimían. Antonio Gades, otro artista con el que tuve amistad, se pasaba días y meses obsesionado con un paso de baile y no lo dejaba hasta que ganaba la pelea con él y lo conseguía “achicar”. Me viene a la cabeza Federico García Lorca cuando decía algo así como que el arte es una bella lucha que consiste en achicar, en vencer y apropiarte del duende al borde de un pozo ciego. De todo el trabajo de la escritura, el que más disfruto es el de la corrección, pues con los años me he dado cuenta de que lo importante no es lo que al texto le falta, sino lo que al texto le sobra.

—Por fortuna no te has adscrito a capilla literaria alguna. Sé que no lo necesitas porque para vivir de la literatura ya cumples con tu labor. Pero también los francotiradores se cansan, Montero.

—Mira, te voy a contar que mi padre boxeaba. Él me enseñó a cubrirme, a no bajar la defensa, a agotar al contrario bailando alrededor y, llegado el momento, soltar el golpe por encima del hombro cuando el contrario es más grande que tú. La literatura es como el boxeo, una materia que se practica en soledad y que, llegado el momento del combate, lo que vale es lo aprendido por uno mismo. Hasta donde lleguen tus brazos, hasta donde tu talento te permita.

—España, como potencia editorial, es la gran lanzadera de autores propios y extranjeros, mucho más de los últimos, por cierto. Sin embargo, basta acercarse a tu obra para darse cuenta que merecerías un trato mil veces más fuerte del recibido.

—Pon que ellos se lo están perdiendo, aunque pienso que no por mucho tiempo pues hay una nueva generación en el mundo editorial español que conecta muy bien con mi obra. Voy a esperar a que lleguen a sus puestos. No tengo prisa.

—Sería fácil suponer que Bukowski es tu santo de cabecera, pero en realidad lo es Camarón de la Isla. Explica cómo es eso, para el lector.

—Camarón fue un gran artista, un cantaor flamenco que recogía el pasado, lo traía hasta el presente y lo proyectaba al futuro. Hace 26 años que murió y sigue siendo memoria viva del tiempo presente. Un maestro. Salvando distancias yo bebo de los clásicos, del Siglo de Oro, del Barroco que llegado al principio del siglo XX y gracias a la influencia sudamericana de Rubén Darío se convierte en Modernismo y que tuvo en Valle–Inclán a uno de sus mayores representantes. Yo bebo de esas fuentes y las intento traer hasta nuestro presente para proyectarlas al futuro. Me fijo mucho en Camarón, en cómo hacía su trabajo. Además, mi novela con la que menos insatisfecho me encuentro es la dedicada a Camarón, la titulada Pistola y cuchillo.

A lo que pudo ser una afrenta como la señalada al inicio, el escribidor respondió entonces que Montero Glez era un maestro inalcanzable. Y para muestra, el disparo salvaje y acertado al milímetro con el que cierra la charla periodística:

—A pesar de todo, contra todo, has ganado algunos del los premios que mereces, por sendos libros. La venganza es fría, pero dulce.

—La venganza no nos hace más fuertes. Con los premios, en mi caso, los que realmente se benefician son quienes me los han concedido. Ellos son los verdaderos premiados.

@cesarguemes

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