Cuando lograron recapturar al Chapo después de que se les fugó de Almoloya, un par de funcionarios de alto nivel en el sexenio de Enrique Peña Nieto tenían una especie de app, de aplicación en sus celulares y monitores de oficinas, para vigilar al Chapo las 24 horas del día. Si de pronto les asaltaba la duda de dónde estaba el capo, un clic les resolvía la duda.

Una madrugada, el entonces secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, se asomó a la señal de las cámaras de vigilancia que veían al Chapo. Lo que se encontró lo dejó tan preocupado que llamó a sus colaboradores a una reunión de emergencia:

Joaquín Guzmán Loera cantaba serenamente el corrido dedicado a su compadre, Ismael El Mayo Zambada. Los guardias cantaban con él. También los narcotraficantes de renombre presos en las celdas vecinas, como el que se supone era su temible enemigo: el fundador de Los Zetas, Miguel Ángel Treviño Morales, alias el Z- 40, entre ellos.

Eso desató las alarmas. El estricto protocolo de seguridad establecido desde la tercera captura del Chapo incluía un aislamiento total. Los guardias del penal tenían terminantemente prohibido intercambiar palabra con Guzmán y tampoco podía permitírsele hablar con los otros reos. Y ahí estaban: coreando con él un narcocorrido.

Osorio Chong convocó a una reunión urgente a las autoridades federales encargadas de custodiar al líder del cártel de Sinaloa. La conclusión fue sencilla: se había roto el primer círculo de seguridad. Despidieron a varios guardias.

Semanas después hubo otra alerta. El Chapo había manifestado en una de las entrevistas que el Z-40 le había dejado saber que si lo hubiera conocido antes se habrían evitado decenas de enfrentamientos y muertes. Los líderes del cártel de Sinaloa y del cártel de Los Zetas se estaban haciendo amigos… en prisión de máxima seguridad.

El siguiente fin de semana, el Chapo fue trasladado del Altiplano al penal de Ciudad Juárez.

Pero trasladar a Guzmán a Ciudad Juárez suponía un riesgo para la seguridad del narcotraficante, la de su familia y la de la ciudad. Era obvio que estando el Chapo ahí, otros de su organización lo visitarían y posiblemente buscarían el control de la plaza.

El narcotraficante pidió garantías de que su familia no sería atacada por sus enemigos del Cártel de Juárez. La palabra de las autoridades no era suficiente. El capo pidió que lo dejaran negociar con las cabezas de los otros grupos establecidos en la región.

Lo que vino después, cuentan autoridades federales, fue una reunión a la que acudieron mandos del mundo del narco, citados por Guzmán a través de sus diferentes contactos en el exterior del penal. La junta tuvo lugar en Chihuahua. Estuvieron voceros del Chapo, representantes de Vicente Carrillo (ya preso en ese momento) y emisarios de los grupos criminales locales: La Línea, Los Artistas Asesinos y Los Aztecas. El compromiso quedó establecido para las partes: no tocarían a la familia del Chapo a cambio de que el cártel de Sinaloa no intentara quedarse con la codiciada plaza fronteriza. El acuerdo duró unos meses… hasta que se rompió. Siguieron la extradición, el “juicio del siglo” y la condena.



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