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Mohamed “Mo” Ibrahim es un empresario sudanés que obtuvo una fortuna de miles de millones de dólares en el negocio de las telecomunicaciones en África. Tras vender su empresa en 2005, decidió establecer una fundación que, entre otras cosas, organiza un inusual concurso: cada año, otorga un premio de cinco millones de dólares (más una pensión vitalicia de 200,000 dólares por año) a un ex-jefe de estado africano que a) haya tenido resultados excepcionales en materia de educación, salud y desarrollo económico, y b) haya sido electo democráticamente y transferido el poder a su sucesor en los términos constitucionales previstos en su país.
El concurso genera un incentivo claro y personalísimo en favor del buen gobierno. ¿Qué tan significativo? Lo ignoro, pero sin duda es superior a cero. Y en un continente que ha sufrido todo género de tumulto político y gobierno cleptocrático desde la descolonización, no es poca cosa contar con un instrumento que, sin gastar un centavo del erario público, empuje a sus líderes en la dirección correcta.
El premio Ibrahim es una buena ilustración de un fenómeno más amplio: el uso creciente de concursos privados para alcanzar metas socialmente deseables. Allí están, por ejemplo, los famosos X Prizes que buscan incentivar descubrimientos tecnológicos revolucionarios, o el premio de la Fundación Bill y Melinda Gates a la innovación en la provisión de vacunas.
Todo esto sirve de introducción para una idea que he venido cavilando desde hace años. El fondo del problema de la seguridad pública en México es político: nadie tiene incentivos suficientes para hacerse cargo de la parte de responsabilidad que le toca. En particular, muchos gobiernos estatales y municipales han agarrado la maña de aventar el problema en dirección del gobierno federal. Y a su vez, las autoridades federales han contribuido a esa actitud al tratar como incompetentes a los demás niveles de gobierno y lanzar operativos de duración indefinida.
¿Cómo romper con esa lógica (parcialmente)? Aquí va una idea: un grupo de fundaciones y empresarios (o alguno en lo individual) establecería un premio de 5 millones de dólares (más una pensión vitalicia de 200,000 dólares por año) que se otorgaría cada tres años al gobernador que lograse la mejoría más marcada en tres indicadores básicos de seguridad pública:
Tasa de homicidio por 100 mil habitantes (con datos del Inegi, no del SNSP)
Tasa de victimización (medida por Inegi)
Percepción de inseguridad (medida también por Inegi)
Para evitar actitudes gorilescas, se penalizarían las violaciones a los derechos humanos (medidas, por ejemplo, por el número de recomendaciones de la CNDH y comisiones estatales). La corrupción también quitaría puntos (aquí se podrían utilizar encuestas de percepción tipo Transparencia Mexicana y/o observaciones de la Auditoría Superior de la Federación al gasto federalizado). Cualquier intento por maquillar o manipular las cifras sería objeto de eliminación inmediata.
¿Qué se lograría con esto? Primero, dar un incentivo personalísimo a los gobernadores para mejorar las condiciones de seguridad en su estado. Segundo, detonar la innovación en políticas de seguridad pública. Tercero, generar una competencia virtuosa entre los estados.
Todo lo anterior se lograría sin dedicar un sólo centavo del erario, sin cambiar una coma a la ley y con costos administrativos ridículos. Y si no sirve, se elimina y ya.
De seguro a muchos les repugnará la idea de premiar a los políticos por cumplir con su responsabilidad. No soy ajeno a esos sentimientos, pero la realidad es que nuestro sistema produce incentivos torcidos. Es hora de pensar fuera de la caja.
alejandrohope@outlook.com.
@ahope71
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