La semana pasada nos recordó que somos un país donde alguien, sobre todo si es joven, por el simple hecho de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, puede ser secuestrado, torturado, asesinado, mutilado y disuelto en ácido.

La trágica suerte de los tres estudiantes de cine en Jalisco es una muestra más de la naturalización de la brutalidad en México. Lo extremo es normal entre nosotros. Lo bestial y lo inconcebible son ya parte del paisaje. Cada día, en algún lugar de algún estado desfigurado por la violencia, tenemos noticia de un acto impensable de tan salvaje. O varios.

¿Por qué? ¿Qué ha hecho tan cotidiana la violencia extrema entre nosotros? No tengo una respuesta definitiva, pero me atrevo a lanzar tres hipótesis:

1. La brutalidad funciona: en el delito como en otras actividades, las “buenas prácticas” terminan por ser adoptadas por todos los participantes. Desde la perspectiva de los delincuentes, las expresiones de brutalidad son tácticas de eficacia probada: inhiben a los rivales, intimidan a las víctimas potenciales, ayudan a preservar la disciplina interna y conducen al temor colectivo. Mandar el mensaje de que alguien puede ser literalmente borrado de la faz de la Tierra sirve para afirmar dominio, para señalar quién manda. Y eso acaba socavando la capacidad de resistencia de la sociedad y multiplicando las rentas criminales de los asesinos.

2. La brutalidad detona una carrera armamentista. Si un acto sorprende o conmociona, alguna banda rival previsiblemente lo reproducirá. Entonces lo que parece inconcebible se empieza a volver cotidiano y normal. Hay que producir un nuevo extremo. Una banda decapita, la de junto hace lo mismo, la primera decapita y desuella, la segunda responde decapitando, desollando, mutilando y calcinando. Y en esa ruta, se llega a la destrucción completa de un ser humano, a su disolución en ácido

3. La brutalidad no genera costos adicionales: la probabilidad de captura por parte de las autoridades o de represalia por parte de los rivales no aumenta realmente si se decapita, mutila, desuella o calcina a una víctima. De hecho, si el cuerpo desaparece en ácido o en sosa cáustica, el riesgo de detección previsiblemente disminuye. Añádase que no hay respuesta excepcional de las autoridades ante la evidencia de brutalidad: da igual si muere uno o veinte, si las cabezas aparecen sin cuerpo o los cuerpos sin cabeza, si hay señales de mutilación o tortura salvaje. Da igual. En ese contexto, lo que sorprende no es que los delincuentes opten por esas prácticas, sino que no lo hagan más a menudo.

Ante esta realidad, ¿qué se puede hacer? ¿Cómo poner algún freno a la brutalidad? Pintando una raya en la arena y haciéndola respetar. Si las autoridades mandan un mensaje claro, explícito y reiterado de que se dará un tratamiento prioritario a los homicidios bestiales y que ese tratamiento prioritario va a incluir no sólo dedicar más recursos a la investigación, sino también una sanción colectiva a la organización que cometa el ultraje (acelerando la extraditación de algunos de sus miembros o mandando cerrar su giros negros o incautando sus activos), es posible que los delincuentes dejen de hacer cosas como secuestrar, torturar, matar, mutilar y disolver en ácido a víctimas escogidas al azar.

Y si no, pues no: van a seguir por el camino de la salvajada. Y nosotros con ellos.

alejandrohope@outlook.com.
@ahope71

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