Cuando pienso en la Revolución Rusa de 1917, cuyo centenario se conmemora estos días, más que Lenin me inquieta Mijail Bulgakóv; antes que el gran óleo titulado El bolchevique, de Boris Kustodiev, se me vienen a la mente las pinturas de Kandinsky y las figuras voladoras de Mark Chagall; por encima de los poemas de Nikolái Aséiev busco los de Ana Ajmatova; más que la hoz y el martillo me conmueve la estampa de Nadezha Mandelstam aprendiendo de memoria la poesía de Osip, su marido, temerosa de que Stalin la confiscara.

Intento situarme en Rusia, luego de la toma del Palacio de Invierno en San Petersburgo a cargo de Lenin y los bolcheviques que, según Mayakovsky, recitaban sus versos: Coman piñas, mastiquen nueces/ Ya llegan sus últimos días, burgueses.

Releo al historiador de arte soviético Mikhail Guerman, autor de Art of the October Revolution (1978) para capturar el clima cultural del momento: Los artistas son llamados a dejar de inspirarse en Occidente, en Cezánne, el cubismo y Picasso, o el arte abstracto y espiritual que proponía Kandsinsky. No, el arte debe inspirarse en el pueblo y a él debe dirigirse. Salgan a las calles, artistas, impriman su obra en carteles, en mantas, en pinturas, obra gráfica y ventanas, en uniformes del ejército rojo y en vajillas donde luzca el rostro de nuestros héroes. Olviden las vanguardias europeas, sacúdanse las fantasías que los alejan de la realidad, el pueblo manda y la República Soviética los necesita para enaltecer la grandeza del espíritu revolucionario. Las artes visuales, la literatura, el periodismo, la academia, la danza… serán propaganda al servicio del socialismo, la verdadera felicidad de todos. Nacionalicemos galerías y colecciones, que los puentes se transformen en arcos del triunfo y los protagonistas de toda obra de arte sean los campesinos, los obreros. Aquellos nacidos en tiempos burgueses han sido liberados de la ceguera, de la vanidad y el egoísmo por la Revolución que nos asciende. Que los trenes y los barcos se llenen de propaganda y agitación. Dejemos atrás lo viejo y decadente. Transformemos a los “bazares de ideas” que son las reuniones de intelectuales, en fábricas de acción. Olvidémonos de las ediciones lujosas de libros y de diseños exquisitos para poner a circulación masiva libros de manufactura popular. Tiremos viejos monumentos y levantemos aquellos que glorifican los grandes días revolucionarios. El veredicto del arte lo dictarán las masas. Cambiemos viejos emblemas, nombres de calles y monstruosidades del pasado. Inauguremos un estilo visual serio y austero, nada de medias tintas o de arte indiferente y, por lo tanto, alienante. Nada de introspecciones o arte abstracto que se olvida de la condición humana, del pulso, el drama y el sufrimiento de las masas. El realismo socialista será revelación gozosa, hasta los paisajes evocarán la poderosa épica de una nueva era. El arte deberá representar a la gente defendiendo el territorio del ejército extranjero y contra el hambre, la devastación, el analfabetismo. Por primera vez, el arte acepta su responsabilidad hacia los primeros pasos de la cultura del primer país soviético. En su Carta abierta a los trabajadores (1918), Mayakovsky les dice: “(…) De una cosa estamos ciertos— hemos inaugurado la primera página en la historia moderna de las artes”.

Sucedió hace 100 años. Y la historia del arte privilegió a los que no se sometieron. La libertad, dice el filósofo Rob Riemen, comienza con la rebelión.

adriana.neneka@gmail.com

@amalvido

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