Nos restriegan los privilegios otorgados a sus novias y amantes a la vez que ocultan los detalles de sus propiedades incómodas. Les piden a sus oponentes que eleven el nivel de la discusión al tiempo que les advierten (¿también a nosotros?) que se “acabó el recreo”. Total, ya sabemos que, a final de cuentas, la justificación será que el verdadero conflicto es de percepción... Definitivamente, el de nuestros políticos sí que es un oficio para los .

Pero ahí no muere la cosa. Sabemos también que, tarde o temprano, harán gala de uno de sus argumentos favoritos: el de la envidia, como una manera de curarse en salud y recriminar a la pecaminosa ciudadanía -una y otra vez insultada- por la incapacidad de alejarse de sus propios pecados. Me pregunto si acaso, en lugar de envidia, no estamos hablando de indignación, de hartazgo, de desprecio.

Y, aun cuando fuera envidia, ¿no cabría que los gobernantes y miembros de la clase política se preguntaran qué están haciendo (mal, por supuesto) para despertar la envidia entre los gobernados? O, pensando en un móvil más siniestro, ¿por qué la envidia les es gratificante, por qué interpretarla como una señal de éxito? ¿Y qué hacen para contrarrestar las malas vibras por parte de los envidiosos? ¿Acuden con curanderos para que les hagan limpia tras limpia?

Olvidan su función, ¿desmemoriados? Qué va. Parecen estar desprogramados de la sola idea de servicio. Se comportan como reinas de la primavera, como estrellas de cine, intocables, que dan respuestas a su altura o, mejor dicho, a su bajeza: frívolas. Es más fácil, sin duda, hablar de envidia: de haberla, en todo caso, es culpa de quien la siente cuando es que podría sumarse a la celebración, aplaudir el espectáculo, inspirarse en él, emularlo.

El conductor del Uber que tomé esta tarde me dijo que, desde que arrancó su trabajo, día con día, más de un usuario se queja: de las obras interminables en la ciudad, de las multas y las infracciones tan fuera de proporción, de las mañas en los aun autorizados verificentros, del alza de la gasolina, de los paseos de los políticos con todo y séquito, de los besos en las gradas durante los juegos olímpicos, de los amiguismos y las , de las explicaciones que nada explican...

“Así, con este tráfico y todo lo que uno debe, ¿a qué hora nos rebelamos, a qué hora tomamos las armas? Nos tienen atados de las manos”.

¿Qué esperan de nosotros cuando anuncian aumentos y nos advierten, una vez más, sobre la llegada de tiempos difíciles, mismos que siempre son consecuencia lógica de lo que sucede en el resto del mundo, pero que, por alguna razón, a ellos nunca los alcanzan? Envidia es lo de menos. Lo que hay, aunque eso sí no quieran percibirlo, es enojo y fastidio.

Sólo falta que, además de achacarnos un mal llamado “mal humor social” (¿descontento colectivo?), nos acusen de bullying. Ya en serio, honorable clase política mexicana, ¿no se dan cuenta de cuán injusta y ridícula es su extravagancia?

Ilustración de Pawel Kuczynski.

 

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