Mi abuelo materno me dijo, cuando yo tenía apenas doce años, que “el derecho de votar es el deber de votar” y que uno “debe votar con la razón y no con el corazón”. Lo recuerdo ahora que nos apretamos, una vez más, a votar. Por desgracia, en casi todas las democracias, la tendencia a no ejercer el derecho de votar se está fortaleciendo, en gran parte por el desgaste del sistema de partidos. Como, hasta ahora, no se ha inventado algo mejor para que las sociedades puedan evitar la guerra civil, se vale decir, como Churchill, que, si la democracia es muy mala, es la menos peor de todos los sistemas políticos, mejor que la aristocracia, mejor que la dictadura.

Siento que no dimos importancia al desprestigio del sistema electoral, que nuestra indiferencia frente al abstencionismo es bastante irresponsable. La participación electoral, en un país de elecciones libres, es fundamental, pero resulta que, en nuestro país, como en la mayoría de los países latinoamericanos, el apoyo a la democracia disminuye. El 70 por ciento de nuestros conciudadanos siente que el país es gobernado para los intereses de grupos, sean grupos económicos o políticos no interesados de manera prioritaria en el bien común. El 66 por ciento está poco o nada satisfecho con el funcionamiento de la democracia, lo que corresponde al promedio para América Latina; hay tres excepciones, Costa Rica, Chile y Uruguay que tienen de 79 a 89 por ciento de satisfechos.

El desencanto con la democracia favorece lógicamente una mayor aceptación del autoritarismo; en América Latina creció de 12 a 25 por ciento entre 2018 y 2020, un fenómeno más acentuado entre los jóvenes que entre los mayores. Autoritarismo no significa forzosamente dictadura o junta militar y se presenta, hasta ahora, como una preferencia para un poder presidencial fuerte, identificado en una persona capaz de despertar esperanza, entusiasmo, lealtad incondicional. Tradicionalmente, uno identifica autoritarismo y derecha, olvidando que se encuentra también en la izquierda. Por cierto, en México, según los sondeos, la preferencia por el autoritarismo es más alta entre nuestros paisanos de izquierda y de centro. El liberalismo es de derecha, de ultraderecha, dice y repite nuestro presidente, pero es menos autoritario, ahora, que las otras familias políticas. En 2021, la encuesta Latinobarómetro manifestó que, si las cosas se pusieran difíciles, 36 por ciento de los mexicanos aceptaría un régimen militar. El 52 por ciento contestó que “no le importaría que un gobierno no democrático llegara al poder si resuelve los problemas”. 15 de los 18 países contestaron de la misma manera, mientras que Costa Rica, Chile y Uruguay rechazaron un posible gobierno no democrático.

De hecho, estudios más finos y actualizados, revelan que sólo una pequeña mitad del electorado se adhiere a la democracia y lo hace sin reservas. La otra mitad manifiesta indiferencia, desconfianza, hostilidad. Desde el año 2000, hemos probado el sabor y el valor de la alternancia, probando y saboreando el caldo PAN, la sopa PRI de nuevo, y el mole Morena. De manera muy normal, el grupo favorecido una vez por el electorado hace lo imposible para quedarse en el poder y entra en juego la tentación del autoritarismo para los electores, la tentación de todos los trucos posibles para los que detienen el poder y no lo quieren perder.

Tanto Roger Bartra como Carlos Illades (que me perdonen si los he leído mal) piensan que los partidos que se dicen de izquierda no son de izquierda y que resulta inútil la clasificación entre derecha e izquierda porque, finalmente, lo que resulta es la existencia de dos facciones, una facción democrática (con gente de derecha, centro o izquierda) y una facción autoritaria (con gente de derecha, centro o izquierda). Parece que esas facciones son estables y permanentes por razones estructurales, por su anclaje en sectores sociales diferentes. En la facción democrática, que recluta en diversas clases sociales, las aspiraciones son diversas y muchas veces opuestas; la facción autoritaria capta las frustraciones generales de los desfavorecidos.

¡A votar pues!

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