El reciente debate nacional en torno a la legalización de la marihuana para usos medicinales, ha puesto en primer plano una propuesta que desde hace algunos años se ha sugerido como parte de las políticas y estrategias adecuadas para combatir a los grupos delincuenciales, asociados a la producción y trasiego de ese y otros estupefacientes ilegales.

En este sentido, a unas cuantas semanas de que las deliberaciones respecto a la marihuana sean procesadas en el Congreso de la Unión, ha sorprendido a la opinión pública que el gobernador de Guerrero -uno de los estados más afectados por la violencia asociada al narcotráfico- se haya pronunciado a favor de la legalización del cultivo de la amapola, también con fines médicos y científicos. Amén de otros grupos de la sociedad civil, que desde hace tiempo han propuesto que la legalización sea también con fines recreativos, regulando estrictamente su producción, comercialización y consumo.

En cualquiera de los casos, una propuesta de legalización siempre será objeto de polémica debido a la enorme carga moral negativa que se le ha dado al problema del narcotráfico, asociado con niveles de violencia que han escalado en forma tan alarmante, que según las más recientes estadísticas, de 2006 al primer semestre de 2015  se han registrado más de 140 mil muertes relacionadas con esa problemática, entre las que se cuentan altos oficiales del Ejército, autoridades locales, candidatos a diferentes puestos de representación, periodistas y estudiantes normalistas.

Si bien violencia y narcotráfico son dos problemas estrechamente vinculados, actualmente resulta difícil distinguir cuál de los dos ha sido el que mayores estragos ha causado en el deterioro del tejido social; o, si más bien, ambos son resultado de este proceso cuya gestación inició cuando menos hace 25 años, con la implementación del actual modelo económico que en teoría debería de impulsar el crecimiento y el desarrollo del país.

Antes de continuar es preciso advertirle, estimado lector, que las observaciones que serán expuestas a continuación respecto a la legalización de los narcóticos y su posible relación con la disminución de los índices de violencia, no han sido formuladas desde la autoridad que otorga el cubículo universitario (o el camerino, según sea el caso de algunas luminarias del análisis político), sino desde algunas nociones mínimas de la sociología de lo cotidiano, entendida como el conocimiento de la realidad diaria a través de la asidua consulta de los medios de comunicación y el procesamiento de la información por ellos difundida.

Así pues, el primer problema que se observa en la falla de las estrategias que hasta ahora se han aplicado en el presunto combate al narcotráfico y sus problemas adyacentes, es la visión moral desde la que se concibe y evalúa dicha actividad, porque le confiere una valoración negativa estigmatizando a quienes se dedican a ella, cuando en realidad se debería de cambiar la perspectiva y entender que se trata de un problema fundamentalmente económico asociado, entre otros factores, a la ineficacia distributiva del modelo de crecimiento prevaleciente, que no ha generado las oportunidades de movilidad social suficientes para que los individuos de diferentes regiones del país puedan subsistir y prosperar dentro de los cauces de lo legalmente aceptable.

De modo que, si se dejase de caracterizar a los quienes que participan en la cadena productiva de los narcóticos, como agentes desestabilizadores del sistema social y, en contraste, se les comenzara a observar como agentes económicos activos (algunos de ellos incluso relativamente exitosos y prósperos), la situación podría cambiar radicalmente. Porque entonces se entendería que lo que hace tan atractiva y arriesgada a su actividad comercial, es la alta rentabilidad que genera; aunque en este punto cabría precisar que los beneficios obtenidos por dicha actividad no se reparten necesariamente en forma equitativa o proporcional al trabajo realizado por cada uno de los elementos que intervienen en la cadena productiva, si no que, como ocurre en otras actividades económicas legales relacionadas con el agro, las mayores ganancias las obtienen los intermediarios y no los productores.

Así por ejemplo, si en las condiciones actuales de prohibición de la producción, distribución y venta de los diferentes tipos de drogas, lo que les agrega plusvalía como productos son los costos logísticos necesarios para que lleguen a los consumidores finales (que es la actividad principal que realizan los cárteles), la intercepción por parte de la autoridad de un cargamento cuyo valor comercial estaba calculado en una suma determinada, podría incrementarse considerablemente en la siguiente entrega al mercado receptor debido a factores tales como la escasez y las dificultades implícitas en la producción; el nivel de demanda; los mayores controles en las rutas convencionales; la exploración de rutas nuevas, con las consiguientes negociaciones o enfrentamientos con los cárteles rivales para poder transitar por los territorios que controlan; y la corrupción de las autoridades y corporaciones policíacas que constantemente son rotadas, con la finalidad -al menos en teoría- de combatir eficazmente el trasiego y distribución.

Bajo esta lógica, es válido preguntarse si el supuesto combate al narcotráfico realmente pretende atacar el problema o si más bien produce el efecto contrario, es decir, si más bien maximiza los beneficios económicos de los intermediarios (los cárteles) a costa de la pauperización de los productores (campesinos obligados por los cárteles y las circunstancias a sembrar marihuana, opio y amapola), así como del deterioro de las instituciones de seguridad pública y procuración de justicia, además del Ejército, que inmerecidamente se ha desgastado a causa de los excesos en los que ha incurrido al asumir funciones que deberían de desempeñar corporaciones civiles.  .

La premisa anterior es una de las tantas que se han empleado para impulsar la legalización de la producción, distribución y venta de narcóticos, pues en términos de racionalidad administrativa, es mucho mayor el costo que el Estado eroga en el mantenimiento de una estrategia reactiva que no ataca al punto medular del problema (las cuantiosas ganancias que dichas actividades económicas generan), que el que implicaría legalizar sus operaciones y su consumo, por los cuales incluso podría generar ingresos fiscales.

En este sentido, la violencia asociada al narcotráfico en tanto actividad ilegal, se explica en gran medida por el hecho de que no existe (o ha sido rebasada) una autoridad que se ubique por encima de los agentes en competencia para imponer reglas mínimas y sanciones a prácticas anticompetitivas. Esa autoridad, en el caso de las actividades económicas legales, es alguna instancia reguladora como la Comisión Federal de Competencia Económica, que se encarga de vigilar que los oferentes de bienes y servicios en los diferentes mercados interactúen en una atmosfera de relativa paridad, a fin de que sean los consumidores quienes dedican por cuál opción optar.

No obstante, es necesario no confundir la legalización de las drogas con la neutralización de la delincuencia y la violencia, pues  la despenalización de una actividad comercial no implica que la debilidad de las instituciones encargadas de garantizar la seguridad pública, así como la falta de coordinación entre éstas y la torpeza de sus operadores para ejecutar programas, políticas y estrategias preventivas, sean subsanadas automáticamente.

Al respecto, la insistencia de las autoridades de los tres niveles de gobierno en endosar a la delincuencia organizada los problemas de inseguridad y descomposición del tejido social es un recurso bastante burdo para ocultar o justificar su incapacidad para afrontar un problema que ha transitado desde lo meramente coyuntural, hacia una dimensión estructural; esto es, que la inseguridad y los niveles de violencia ya no se explican solamente por la necesidad de las personas de delinquir para sobrevivir, pues fenómenos como “El Pozolero” (Santiago Meza López, aprehendido en 2009) o el “Niño Sicario” (Edgar Jiménez Luego, detenido en 2010),  son indicativos de que algo se descompuso profundamente en el seno de la sociedad, al punto de generar individuos cuyo nivel de saña y resentimiento son tan patológicos como paradigmáticos.

De manera pues, que narcotráfico y violencia si bien son dos problemas íntimamente relacionados, tienen dimensiones distintas. De ahí que pensar que la legalización de las drogas puede ser una solución para la aguda crisis de seguridad que padece el país, resulta ingenuo.

Para ese problema son necesarias otras estrategias de carácter social y no meramente policíaco, como obtusamente se empeñan en continuar proponiéndolo el gobierno federal y la gran mayoría de los gobiernos estatales. A menos, claro, que para ellos sea más rentable, política y económicamente, administrar la crisis en lugar atacar los problemas  que la producen.

Víctor Zúñiga

Politólogo – Consultor

@Zuniga_Vic @ObsNalCiudadano

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