Pablo Larraín, director chileno de formación católica, nos brinda con El club (2015) una de las grandes experiencias del apocalipsis. En años de fervor científico como los nuestros, las tradiciones bíblicas se desvanecen en la secularización, que rechaza la influencia de las religiones. Si Dios y sus iglesias no están muertos, hay que exterminarlos; si ya están extintos, hay que rematarlos. Esta revisión merma la historia y nos deja huérfanos de tradición. La Biblia, si se quiere, no es un texto sagrado por fundar la fe judeocristiana, pero inevitablemente lo es por fundar la literatura occidental. Sus arquetipos se pueden leer en Melville y McCarthy, en Dostoyevski y Camus, en Yáñez y Fuentes. Podemos verlos en el cine de Bresson, de Fellini, de Tarkovski, de Scorsese, de Dumont, de Sorrentino. De Larraín. El club es uno de los filmes más importantes de la pasada Berlinale porque reúne la crítica moderna a la institución religiosa y el estruendo antiguo de la narración bíblica. En su angustiosa música, en su penumbrosa fotografía, en sus espectrales actuaciones, El club afirma el tamaño épico de sus alcances. Con su conclusión reparte una injusta justicia. Al final, la luz que Dios separó de la oscuridad según el libro del Génesis, apenas atraviesa la oscuridad. No puede deshacerla pero siquiera la interrumpe.

Creo que sería muy simple y muy equivocado pensar que El club es meramente un filme de denuncia, una película sobre el abuso sacerdotal y la tolerancia institucional de la Iglesia católica. Por supuesto que estos temas aparecen en la película pero no son su centro. La historia de una casa de retiro para sacerdotes que han pecado gravemente es un retrato no del fin de los tiempos, pero sí de unos tiempos. Lo vemos desde la ominosa secuencia inicial, donde las olas se estrellan con furia en una playa, y en un sangriento atardecer antes de que termine la cinta. Lo encontramos en el retrato de la Iglesia como el sobreviviente moribundo de un pasado cuando la fe definía la existencia humana. En nuestro siglo, la insignificancia de la Iglesia es tan notoria que la vieja institución debe adaptarse a nuestra moral con un papa jesuita, moderadamente liberal; en la película lo hace con un psicólogo del Vaticano. “Lo que yo quiero”, explica el padre García (Marcelo Alonso), “es una Iglesia nueva”. Descrito como un hombre muy hermoso por sus conocimientos y su justedad —y de belleza similar a la del Cristo que imaginamos—, García llega a la casa para investigar un suicidio. Ya ha cerrado otras casas como ésta y en su intento de corregir y reformar se encontrará con el temor al escándalo: con el silencio.

La casa en sí representa el pasado no sólo de la Iglesia, sino también de Chile. El padre Silva (Jaime Vadell) fue un capellán militar que colaboró con la dictadura de Augusto Pinochet pero se niega a aceptar sus actos como vergonzosos o reprochables. Ninguno de los curas lo hace y así se rehusan todos a la contrición. En realidad actúan como si la casa se tratara de un lugar de descanso y no de arrepentimiento: beben, ven realities, tienen a un galgo que les da dinero en las carreras. Cuando García les quita el alcohol, el padre Ortega (Alejandro Goic) enfurece. “En este momento, la Iglesia soy yo”, le explica el forastero García. “¡Yo soy la Iglesia!”, le grita Ortega. La necedad y la soberbia de los sacerdotes es el principio de su caída y de la Iglesia entera. “Sé más que usted”, le dice el padre Vidal (Alfredo Castro) al padre García. Como homosexual y abusador de niños —nunca está claro si consumado o no—, él dice haber experimentado más que él y presume de un control carnal que lo entroniza como “el rey de la represión”. García se encuentra en una isla de locos y perversos cuyos gestos y acciones sugieren criminales arrogantes. Alfredo Castro, en particular, posee una serenidad espeluznante cuando admite su deseo por los niños. Su mirada, ni seria ni despiadada, muerta, refleja una armonía que horroriza en contraste con su confesión. Él y los demás tienen algo de los demoniacos protagonistas de Demonios, de Dostoyevski, pero son más atemorizantes. Si para Verkhovenski la revolución lo valía todo, para estos hombres el fin último es el placer y, más específicamente, aquel que da el poder.

La atmósfera de la casa, lograda gracias a los mismos lentes que utilizaba Andréi Tarkovski, es crepuscular, con tonos que tienden al azul y al gris y una bruma que difumina los rostros como si se tratara de retorcidas estampas de santos. No es la luz ni una aureola las que rodean a San Francisco o a San Antonio, sino la oscuridad y una luz pálida las que abruman a los perversos sacerdotes. El tono de la cinta, sin embargo, desvanece este ambiente malévolo con un negro sentido del humor que se expresa en el miedo a ser penetrado del padre Ramírez (Alejandro Sieveking) o en las letanías de Sandokan (Roberto Farías), una víctima de abuso sexual que canta explícitas imágenes sexuales y sostiene una idea de la comunión que refleja su espíritu trastornado por un sacerdote. Como los antiguos gnósticos, Sandokan ve el consumo de semen como una manera de interactuar con lo divino.

El apocalipsis de Larraín no separa, como el de Dios, a los justos y los pecadores. Los reúne para redimir a estos últimos, aunque sea a la fuerza. Si la humildad y la penitencia no son genuinos serán impuestos, sobre todo si ello garantiza la salud pública de la Iglesia. El club busca indignarnos, sí, pero sobre todo está decidida a asombrarnos ante la imagen de un colapso más terrible y más controvertido que el de los muros de Jericó. Aquí ni siquiera caen los muros ni los injustos. Nuestro apocalipsis es su supervivencia.

El club se presenta en la 59 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional. Consulte su cartelera.


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