Factores internos o externos han ocasionado que nuestra política exterior oscile entre el retraimiento y el activismo. Aunque cada gobierno proclama tener un buen proyecto de política externa, en la mayoría de los casos —como lo precisó el maestro Mario Ojeda— solo administran las relaciones foráneas, siendo pocos los que dejan huella. El último proyecto de trascendencia fue del gobierno de Carlos Salinas, destinado a adecuarnos al nuevo orden de la posguerra fría, caracterizado por la economización de las relaciones internacionales. Conforme al neoliberalismo en boga expresado en el Consenso de Washington, el elemento central de dicho proyecto fue la diplomacia comercial, que produjo varios tratados de libre comercio, destacando el de América del Norte.

Lo anterior desplazó a la cancillería, al servicio exterior y a la política exterior. Esta última fue relegada al multilateralismo que, a su vez, perdió relevancia frente al regionalismo de los bloques económicos. Como las secretarias de Hacienda y Comercio (Economía) ocuparon el primer plano, nuestras relaciones externas prioritarias ya fueron las económicas-comerciales-financieras, considerándose que nuestro vínculo foráneo fundamental, Estados Unidos, se había consolidado ad perpetuam con la entrada en vigor del TLCAN.

Inesperadamente, sin embargo, ese globalizado nuevo orden planetario comenzó a ser saboteado por quien mayormente contribuyó a crearlo y, con ello, también la supuesta solidez de nuestra relación binacional. Aunque la embestida de Trump incluyó al eje central de dicha relación —el TLCAN—, esencialmente fue de tipo político. La sorpresiva agresión política con fines electoreros, nos agarró desprevenidos, inermes y desarmados, pues ya habíamos abandonado u olvidado la capacidad que, en otras épocas, tuvimos para reaccionar exitosamente frente al Mexico bashing de la superpotencia. Súbitamente regresó a la palestra la política exterior, pero el gobierno priista de Peña Nieto no encontró formulas satisfactorias —como las del PRI de otros tiempos— para confrontar el desafío, y cometió graves errores.

A pesar del negativo impacto de ese estrepitoso retorno, el nuevo gobierno mostró total desinterés en la política exterior. En artículos anteriores destaqué que ello se patentiza, tanto en una interpretación reduccionista de la no intervención que implica no tomar posición por nada, como en la inasistencia del presidente a cumbres como la del G-20 y de la Alianza del Pacifico, en sus nulos acercamientos a otros jefes de Estado, o que en el Plan Nacional de Desarrollo la referencia a lo externo es ínfima.

Sin embargo, la realidad se impuso: como ingenuamente se pretendió ignorar el siempre difícil acontecer externo, los problemas derivados de nuestra objetividad geopolítica con el Norte y el Sur, nos obligaron a tomar posiciones y aceptar responsabilidades, compromisos y cargas. Por desatender la inexorable conexión dialéctica de México con su globalizado entorno, no se contó con una política para lidiar con ello y defender adecuadamente el interés nacional. Centroamérica nos impuso su problema migratorio, Estados Unidos la forma de enfrentarlo, y como para la 4T no existe nada más allá de nuestras fronteras, enfrentamos totalmente solos la ardua coyuntura. Lo político regresó a nuestras relaciones externas, y nos encontró como pasivos espectadores aferrados a una irreal, anacrónica y aislacionista interpretación de la no intervención, que sirve de pretexto para no tener rumbo, brújula, proyecto o estrategias. Trágicamente se está imitando al nefasto Trump, quien considera que sus intereses y los de la nación son la misma cosa.


Internacionalista, embajador de carrera y académico

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