Cuando en una campaña política hay un planteamiento de combate a la corrupción por el Ejecutivo, abundan las propuestas de hacerlo con más leyes y reglamentos, así como nuevas estructuras burocráticas.

Sin desestimar el mérito de estas propuestas, hay que decir que es urgente hacerlo en forma directa e inmediata, sólo posible si hay voluntad del jefe del Ejecutivo y siempre y cuando logre convertir una propuesta tan general en primera instancia en un tema programático.

Para efectos de un programa de acción inmediata, hay que aclarar que cuando se habla de la corrupción en la escala que ha sacado de quicio a la opinión pública en años recientes, se trata de la corrupción del gobierno, con recursos públicos. Y dentro de ésta, un primer tema programático está en los contratos, tanto de obra pública como de compra de bienes y servicios.

Para una primera aproximación en el gasto público federal bajo control presupuestal, hay dos categorías de gastos: “otros” gastos de operación en el gasto corriente, con 572 mil millones de pesos en 2017, que no incluyen los servicios personales.

La segunda categoría son los gastos de inversión física directa por 323 mil millones, más la inversión física indirecta por 246 mil millones. La suma de estos dos grupos es de 1.1 billones de pesos en un gasto total de 5.2 billones.

Ahora bien, casi todos los días desde hace años, los diarios informan en primera plana sobre casos de corrupción con recursos del Presupuesto varias veces a la semana en estos y otros renglones, en porcentajes de ese gasto de más del “diez por ciento” que era la regla entendida de lo que un proveedor tenía que dar a un funcionario para que le aprobara su contrato. Esto era en los 1980 —hoy llega a 30% o aun más.

En algunos casos las historias de corrupción llegan hasta la pérdida total de los recursos presupuestados, como en los contratos con empresas fantasma de la Estafa Maestra en Sedesol, una simple desviación de recursos públicos a manos privadas. Los montos en un programa de combate a la corrupción con recursos públicos pueden partir de una suma objetivo entre 230 y 340 mil millones, ya sea que los sobrepagos o desviaciones sean el 20% o el 30% de los recursos presupuestados.

A quien estas cifras o el enfoque tomado le parezcan exagerados sólo tiene que pensar que en 2000, el último año del presidente Zedillo y antes de que el gasto público se utilizara ostentosamente para comprar voluntades políticas con todo tipo de programas, la suma de los dos conceptos fue apenas de 275 mil millones. Su aumento desde entonces fue de 4.1 veces, cuando el índice general de precios aumentó en 2.0 veces. En paralelo hay que preguntarse si en ese lapso la infraestructura, la inversión pública o la administración mejoraron tanto como para aumentar al doble de la inflación.

También hay que preguntarle qué cree que hacen las empresas privadas cuando se encuentran estranguladas por un aumento desorbitado de gastos y con pocos resultados en su crecimiento.

Se ha perdido mucho tiempo e incurrido en mucha simulación generando más trámites, requisitos de comprobación, reglamentos e informes sobre gastos que sólo han hecho la nube administrativa de los contratos públicos cada vez más negra. El programa que propone López Obrador de actuar directamente sobre renglones específicos de gasto es más que oportuno, pues debió iniciarse hace décadas.

Por supuesto, nada es simple, hay que tomar otras medidas y hay otros renglones más de gasto, pero se avanza mucho si hay objetivos claros de inicio y se convierten en un programa.

Analista económico. rograo@gmail.com

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