Brasil enfrenta actualmente una tormenta cuyos reflejos macroeconómicos y cuentas desequilibradas se llevarán consigo al Mercosur, y a sus inmigrantes en Brasil. Prefiero llamarla tormenta y no crisis económica porque en sí no es tan grande. La contracción pronosticada hará que Brasil pierda en un año la producción equivalente a la de Colombia. No es que sea poca cosa, pero aun así, nivelará su producción anual con la de México, y ésta es una posición que más de un país soñaría con alcanzar.

Sin embargo, el fenómeno se debe a que fue la debilidad política del gobierno de Dilma Rousseff la que llevó a gastar más de lo posible y generar los desajustes. Es un asunto más político que económico y corregir este desequilibrio va a resultar doloroso y susceptible de rechazo y desconfianza, si tomamos en cuenta la impresionantemente baja aceptación de la presidenta.

La posibilidad de que Dilma Rousseff recupere la credibilidad y aceptación a corto plazo no será posible básicamente por dos razones. La primera, porque no cree en la política que necesita aplicar, y la segunda, porque su partido está envuelto en una investigación por malversación de fondos que tiende un manto de sospecha sobre cualquier iniciativa gubernamental.

Dilma Rousseff logró la reelección el año pasado acusando a su contrincante de querer practicar una política de austeridad que entregaría el gobierno a los banqueros. Sin embargo, una vez garantizado su nuevo mandato, le ofreció la conducción de la economía al presidente del segundo banco privado del país, quien a su vez se la delegó a uno de sus funcionarios de confianza, el actual ministro Joaquim Levy.

En referencia a las sospechas de malversación de fondos, la situación no es ventajosa para Rousseff. Las acusaciones, por ahora han eximido tanto a Dilma como a su antecesor Lula de cualquier prueba de ilícito, pero ambos están demasiado cerca del centro de las evidencias como para descartar el riesgo de no escapar ilesos de este fraude escandaloso. Las evidencias cada vez más cierran el círculo en torno tanto de Dilma como de Lula. A decir de Teori Zavascki, ministro de la Suprema Corte de Justicia, la comisión encargada de las investigaciones, cada vez que jala una pluma, se trae consigo una gallina entera. Éste es a grande rasgos el mélange político-económico por el que atraviesa Brasil actualmente. Pero si ni Dilma ni su partido creen en la política económica que llevan adelante, ni sus gestores son creíbles, ¿cómo capear este temporal?

Hace un par de días el ex presidente Fernando Henrique Cardoso pidió la renuncia de Dilma. No sería del talante de una mujer combativa renunciar apenas a petición del líder de la oposición o de los millones de brasileños desfilando por las calles, insatisfechos ya desde las manifestaciones de 2013, previas a la Copa del Mundial de la FIFA.

Sin embargo, el clamor por su renuncia sugiere que hay mucha gente, no necesariamente la mayoría, que cree que su salida anticipada acortaría la duración de la crisis y que, en la peor de las hipótesis, podría durar hasta que ella finalice su mandato, dentro de tres años.

Si Dilma no renuncia antes de diciembre, lo que creo probable, ella y su partido ganarán unos meses de aliento hasta después del próximo carnaval, porque tradicionalmente la población se desmoviliza entre Navidad y el carnaval. Pronosticar más allá de marzo de 2016 sería temerario. Inclusive porque también dependerá de decisiones jurídica. El vendaval por el que atraviesa la gestión actual de Dilma, lo arrecian los huracanes de la rendición de cuentas de su gestión anterior, la cual ya fue cuestionada por el tribunal de Cuentas de la Unión. Si además fuera rechazada por el Congreso, Dilma tendría que renunciar o correría el riesgo de ser removida.

Naturalmente algo semejante ocurriría si la justicia ordinaria probase en las investigaciones de malversación de fondos que ella fue responsable u actuó por omisión.
En ese caso Dilma sería juzgada por el Supremo Tribunal Federal, cuyos jueces fueron en amplia mayoría sugeridos por Lula o por la misma presidenta. Por eso creo más probable que Dilma complete su mandato, aun con el temor de que no podrá gobernar con el programa de austeridad, huérfano de padre y madre, actualmente en curso. De allí que sienta que este torbellino podría arrastrase por otros dos años, lo que a lo mejor ayuda a explicar por qué Cardoso le haya pedido la renuncia ya.

Brasil ha superado momentos peores, como el que disparó al país a una inflación de 900% al año en 1991. También ha sobrellevado un impeachment contra el presidente Fernando Collor. Entonces, ¿por qué la frustración actual pareciera ser aún mayor? La decepción hace esta situación más humillante porque durante la gestión Lula, los brasileños y extranjeros fueron llevados a creer que finalmente el gigante brasileño había despertado de su letargo.

Transbordando alegría y optimismo contagiosos, Brasil se embarcó internamente en un exitoso programa como el Bolsa Familia y muchos otros programas sociales. En el plano externo promovió políticas más propias de países desarrollados y hasta se ofreció, junto a Turquía, para una negociación diplomática entre EU e Irán. Y exigió un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU, entre otras actuaciones internacionales, como interceder por el depuesto presidente hondureño Manuel Zelaya.

Todo acabó siendo un fiasco. A intramuros, la imagen de Lula fue asociada a un caso de corrupción con varios de sus allegados detenidos en el escándalo del Mensalao. No ganó el asiento deseado en el Consejo de Seguridad de la ONU, Zelaya pasó unos meses durmiendo en el sofá de la embajada brasileña e Irán negoció directo con EU y sus hermanos menores. La lista de desatinos es larga. Se trata sin duda de una tormenta recia, donde política y economía vuelven a encontrarse después de los tiempos de estabilidad de la era Cardoso y el país despierta desconcertado de varios sueños sin final feliz.

Doctor en Economía por la Universidad de Cambridge y profesor de la Facultad FIA de Sao Paulo

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