Debe existir algo parecido a una ecuación que nos haga más fácil saber qué es un buen restaurante. Wan Wan, creo, es un buen restaurante. Es minúsculo. La primera vez que fui no pude ni sentarme porque la docena de bancos estaban dedicados a una sola borrachera. La segunda, más taimado, llegué entre la comida y la cena y alcancé un lugar en una esquina. La carta no es larga en la tarde, pero acepta adiciones en la noche. Es una carta cantinosa, tabernera. El katsu (cerdo empanizado) es satisfactorio como una milanesa de cantina, la más guapachosa que se les ocurra; el katsu con curry es esa misma milanesa, pero enchilada como un chiste de Pepito. Es una carta adúltera, porque la cocina es adúltera. Es japonesa en un sentido comunitario de la palabra: ahí anda un mapo tofu que entró al Japón por el camino de China, ahí anda una ensalada de papa que llegó a Tokio vía los gastalones turistas rusos, ahí un espagueti con hueva que es partes equivalentes Japón, Italia y su hijo el que nunca fue a la escuela.

 

La última vez que estuve en Wan Wan simplemente le pedí a la chef que me diera lo que quisiera. Todo en Wan Wan sucede como en un vapor de sudor, calor, luz pelona y ojos nublados. Sacó unos dumplings rellenos de puerco, donde lo porcino se saludaba de mano con lo jengibroso, lo jengibroso como que quería juntarse con lo salado, lo salado tenía sus queveres (por debajo de la mesa las alondras del deseo cantan, vuelan, vienen, van) con algo como marino. Cada bolita era una pequeña cena; cada bolita, un recordatorio de cómo algunas comidas pueden contener la historia universal de la cocina. (¿No me creen? Una vez más, propongo esto como tema de estudio: la historia universal de la cocina es la historia de cómo el hombre ha envuelto su comida en un poco de masa. Ese hecho atraviesa los evos y las civilizaciones. Le dan forma tamales y tacos y gorditas y gyozas y ravioles y sándwiches y pitas y gyros y empanadas y por supuesto dumplings.)

Los restaurantes no son (sólo) matemáticas: la comida, la distancia entre las mesas o los comensales, la disposición o el talante de las personas que trabajan ahí, la inteligencia o la chispa de su iluminación, la relación con su entorno, es decir con su ciudad y su momento en el tiempo, las expectativas que el propio restaurante voluntariamente crea cuando te paras frente a él o cuando entras o en cuanto te sientas y lees la carta: todos ellos son factores de la ecuación que nos permite de alguna forma saber qué demonios es un buen restaurante. Wan Wan es un restaurante de comida muy bien hecha, de un acomodo que propicia la fiesta y el juego, y el ánimo festivo parece contagiado a sus cocineros y bartenders, de una iluminación que desciende sobre uno como un foco de carnitas; también es un restaurante de su tiempo –hoy: cuando occidente se desvanece y miramos a oriente como un último remo en el naufragio– y de su barrio –la zona centro-oriental de la delegación Cuauhtémoc: la zona rosa y aledañas, el barrio más emocionante, en comida, del DF – e incluso de su edificio, al que no ha violentado de ninguna forma. Wan Wan es, tal vez, un buen restaurante.

La próxima semana: un mal restaurante. Tal vez el peor de la ciudad.

Wan Wan. Londres 209, Juárez.
Precios. La última vez que estuve ahí pedí una macarela a la sal, una ensalada de papa, un dim sum de puerco, dos chelas y un agua mineral. Pagué $384.10 ya con el 15 de propina.

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