Por un lado, está Trump –su muy peculiar personalidad, sus convicciones y la agenda que le llevó a la victoria-, y por otro lado hay una serie de factores estructurales, tanto a nivel interno como externo, que no son simples de mover. Ambas circunstancias coexisten. Ocasionalmente empatan; otras veces, las más, se empujan, se presionan y terminan chocando. Esta semana vivimos esas dos circunstancias en dos momentos distintos: El Trump que presentó su estrategia para Afganistán y el Trump del discurso de Arizona. En el primer caso, el presidente tuvo que afirmar lo siguiente: “Mi instinto original era salirnos (de Afganistán), e históricamente me gusta seguir mis instintos…Pero toda mi vida he escuchado que las decisiones son muy diferentes cuando te sientas detrás del escritorio en la Oficina Oval”. Es decir, el discurso sobre Afganistán incluyó la confesión de que una cosa es hacer promesas durante la campaña o después de ella, y otra muy distinta es enfrentarse a realidades como una guerra. La cuestión es que, solo un día después, observamos esa otra faceta de Trump que tenazmente retorna al sitio donde se siente cómodo, para intentar recordarle a su base que su agenda no ha sido ni será olvidada. En su versión de Arizona, la que más natural le resulta, a Trump no parece importarle chocar con las fuerzas económicas, sociales y políticas que se le han opuesto, o por lo menos ese es el mensaje que busca transmitir.

Efectivamente, la de Afganistán no era una decisión sencilla. Se trata de una larguísima guerra que fue originalmente planeada para eliminar las amenazas de Al Qaeda y del gobierno talibán que apoyaba a esa organización. Washington consiguió arrebatar a los talibanes el control del territorio y pudo reducir la operación de Al Qaeda, concretamente, la que tenía lugar en ese país. No obstante, el costo económico y político a causa de esa guerra ha sido enorme. EU llegó a tener más de 100 mil soldados estacionados ahí, de los cuales 2,300 han perdido la vida. Además, esa intervención golpeaba ferozmente al presupuesto en tiempos en los que el déficit fiscal debía reducirse, no incrementarse. Esto le generó una fuerte oposición interna. Por otra parte, las amenazas de Al Qaeda como organización no se terminaron, sino que se dispersaron. Bin Laden trasladó el centro operativo de la agrupación a Pakistán, además de que su red fue estableciendo filiales en sitios como Irak (filial que en última instancia derivó en lo que hoy conocemos como ISIS), Yemen o el Norte de África, entre otras. De forma que, analizada fríamente, la invasión de Afganistán quizás cumplió con ciertos objetivos de corto plazo, pero estuvo muy lejos de cumplir con la meta de “ganar la guerra al terrorismo”. Así que, aunque al inicio de su gestión Obama se vio obligado escalar esa intervención, la Casa Blanca termina por recoger las preocupaciones que ésta provocaba y decide para 2014 cortar en un 90% el número de tropas en Afganistán.

El Pentágono, sin embargo, estimó desde 2011 que el repliegue, así como había sido planteado, era demasiado apresurado. El estado afgano no contaba con la solidez necesaria para garantizar el control y la seguridad del territorio, por lo que se recomendó al presidente efectuar la salida mucho más paulatinamente. No obstante, Obama ya estaba decidido a cumplir con ese compromiso tanto por los factores políticos como por los financieros y eligió no escuchar los consejos. Hoy, en Afganistán quedan solo 8 mil soldados estadounidenses, además de otros 5 mil de otros miembros de la OTAN. Y sí bien el “instinto” de Trump indicaba que había que sacarlos también a esos, pensarlo y proponerlo parece más sencillo que hacerlo. Tras la intervención internacional, Afganistán es uno de los sitios más conflictivos e inestables del planeta. El país es continuamente situado en los últimos dos o tres lugares en los índices globales de terrorismo y de paz. Es uno de los tres países que más expulsan refugiados hacia Occidente. Bajo esas condiciones, Afganistán es un terreno propicio para la operación de organizaciones del crimen organizado dedicadas a muy diversos negocios. Por si esos indicadores no son suficientes, los talibanes han conseguido reconquistar prácticamente la mitad del territorio, e ISIS ha logrado establecer ahí una de sus mayores filiales, conocida como ISIS-K. Así que “¡No!”, dijeron voces como la del secretario de defensa Mattis o la del consejero de seguridad nacional McMaster, “¡Ningún vámonos!”. Por el contrario, se necesita aumentar el número de efectivos –se estima EU enviará unas 4,000 tropas más- para si no revertir, al menos contener el conflicto, y asegurar que el país “no se convierta en una nueva base para organizaciones terroristas”, lo cual, francamente ya es (ISIS-K cuenta con más combatientes que la Al Qaeda del 2001), pero así fue planteado a Trump para convencerlo. Además, en lo internacional, se busca presionar a Pakistán exigiendo que deje de apoyar a los talibanes. Justamente, picando a Islamabad, Trump introduce a un nuevo actor en el esquema: India. Esas medidas, de acuerdo con Washington, deberían generar condiciones suficientes para forzar a los talibanes a negociar bajo términos más favorables para el gobierno afgano.

Ahora bien, si se revisa el panorama actual, la probabilidad de éxito de esa estrategia es enormemente limitada. Pensar que 4 mil tropas más cambiarán el panorama, es poco realista. Y, sin embargo, Trump decidió escuchar las recomendaciones y correr el riesgo, ante su base, que implicaba sacrificar uno de los principios que componen la política exterior del “America First”. De acuerdo con esa propuesta, EU no tiene nada que hacer en territorios lejanos y pelear guerras que “no le corresponden”. Ahora, en cambio, en Afganistán no solo no habrá repliegue, sino que habrá aumento de tropas. Así que había que compensar políticamente ese movimiento, y había que hacerlo rápido. Entonces, (re)apareció Arizona.

Con Arizona, regresamos al territorio conocido: Las declaraciones ofensivas contra opositores, incluidos personajes del partido al cual el presidente pertenece, los denuestos contra los medios de comunicación –la “causa” de la polarización que se vive- y los golpeteos a su “ punching bag ” predilecto, México: el TLCAN, el muro, y la política anti-inmigratoria, acompañando la narrativa con espaldarazos a personajes como Arpaio y con amenazas al Congreso si es que se atreven a negarle los recursos para cumplir con sus objetivos. En palabras simples, el presidente comunica en su mensaje que su agenda goza de buena salud, aún si esta se enfrenta a una realidad tan delicada como cerrar la operación del gobierno a falta de presupuesto.

Ahora habrá que esperar para saber si es que, en alguno o algunos de esos temas, ocurre algo como lo que terminó sucediendo en la cuestión de Afganistán: que el presidente finalmente se percate de que tomar decisiones cuando se está ante el escritorio de la Oficina Oval es menos simple que gritar consignas y conseguir aplausos en eventos de campaña, sobre todo cuando la campaña ya terminó…hace tiempo.

Analista internacional. @maurimm

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