El principal argumento esgrimido para las reformas vinculadas al mando único y ahora a la Ley de Seguridad Interior, ya aprobada en la Cámara de Diputados y en discusión en la de Senadores, ha sido que es necesaria la militarización, porque es la vía para combatir el narcotráfico. En realidad, como es sabido, el proceso se inició con la declaración de guerra de Felipe Calderón. Desde entonces hasta ahora, cuando se ha informado que este 2017 es el año más violento en la historia reciente, la estrategia elegida por los gobiernos ha fracasado en toda la línea, pues lejos de disminuir la delincuencia y sobre todo la violencia, en estos años ha ido en aumento, de manera que hoy según distintas informaciones, se cuentan más de 270 mil muertos, cifra que supera a muchas de las guerras que hemos presenciado en el mundo durante las últimas décadas.

El fracaso es tan contundente y afecta de tal manera a la población en su conjunto y en particular a la vida política y a las garantías individuales consagradas en la Constitución que resultan lógicas las protestas populares, así como las advertencias que ha planteado la propia ONU, y además pone de manifiesto que tanto la administración de Calderón como la de Peña Nieto no han acertado con lo que está ocurriendo en el país y cómo se vincula con las transformaciones que está experimentando el capitalismo en el mundo.

Si bien la delincuencia ha existido siempre, es evidente que ha pasado no sólo en México sino en el mundo en su conjunto de lo que podría llamarse su etapa artesanal a una de gran industria, en la que ya no se trata de pequeñas bandas sino de consorcios en los que hay una división del trabajo como en cualquier fábrica y, también como en las industrias normales o legales, se ha avanzado en la integración vertical y horizontal. Esto es, en un mismo cártel (la palabra proviene del alemán y significa “acuerdo entre vendedores”) se produce desde la materia prima, obtenida en grandes sembradíos controlados por el cártel, su posterior transformación en laboratorios diferenciados, dependiendo del producto, hasta la distribución al mayoreo y, finalmente, la venta al menudeo. Para esta última operación, lo común es que se valgan de pequeñas y micro empresas, es decir, de lo que se llama pymes, y que en el caso se conocen como narcomenudeo.

En cuanto a la integración horizontal, también los grandes consorcios criminales han diversificado sus áreas, de modo que se combinan distintas actividades como el narcotráfico con la trata de personas (en auge hoy por las grandes migraciones), el secuestro, el contrabando de especies animales o la piratería moderna y a veces hasta la antigua.

Aparte de la integración horizontal y vertical, la delincuencia organizada ha sido vanguardia en el proceso de globalización y, al mismo tiempo, de especialización de los países en determinados productos. Así, por ejemplo, de acuerdo con la información de la ONU, Afganistán es el primer productor de goma de opio en el mundo, mientras que Estados Unidos y México se disputan el primer lugar en la producción de marihuana. Como en la economía “normal”, el problema de la crisis ha llevado al capital a refugiarse en la especulación. Y, naturalmente, el capital criminal tiene la necesidad de lavar el dinero, y las bolsas y los paraísos fiscales son el espacio privilegiado para lavar esa enorme riqueza.

En general, la delincuencia se ha convertido en una de las ramas de la economía internacional y una de las más dinámicas y con mayor tasa de ganancia, de manera que hoy puede afirmarse que el mundo ha pasado a la etapa del capitalismo criminal, en el que la delincuencia organizada ocupa un lugar central, aunque, desde luego, es como la Bolsa un capital de riesgo, en el que la competencia es literalmente a muerte.

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