¿Cómo puede una ciudad ser otra de un día para otro? ¿Cómo pudieron sus habitantes pasar, en pocos instantes, de distantes a solidarios?

La dimensión de la Ciudad de México la ha vuelto impersonal, de miradas anónimas. En el cruce constante de personas, rara vez nos saludamos, rara vez nos fijamos en quién es el otro. Cada uno ensimismado repite la rutina. Los pasos te llevan autónomamente con las miradas sobre el teléfono móvil, con los audífonos que pareciera que fueron diseñados para no escuchar. Concentraciones inmensas de vehículos con los vidrios cerrados evitando el contacto externo. La convivencia es sólo supervivencia.

Tanto los de a pie como los del coche sólo dejan una alerta encendida para la reacción inmediata por si alguien se acerca de más. La desconfianza ronda siempre. Hay gestos de desprecio hacia los limpiaparabrisas e intentos de ignorar al que por unos pesos hace malabares en un alto. En el metro, molesta la cercanía de los cuerpos; se tolera con resignación al bocinero y se bloquea el pregón del ambulante. Las historias personales de vida no interesan. Sólo Individualidades confundidas en el tropel y en la prisa. Nada en común. Cada quién concentrado en lo suyo. El yo entronizado.

La masa amorfa sólo cambia de fisonomía en los pequeños barrios, en los círculos donde se encuentra empatía, donde algo se tiene en común, donde sí hay comunidad: en las escuelas, en los trabajos, en el espacio para el deporte, etcétera. La ciudad se mueve usualmente en círculos que no se tocan, que ni se ven o intentan no verse, aunque se necesiten. Esa era la normalidad hasta que fuimos cimbrados con un brusco movimiento de la Tierra. Llegó la causa de fuerza mayor que nos unió y ojalá nos mantenga unidos.

Muchas otras causas habían buscado sumar adeptos y nada, la indiferencia prevalecía y no se lograba el interés por el otro. La reciente sacudida consiguió que, simultáneamente al desprendimiento de las trabes, se activaran conexiones al interior de nuestras propias conciencias.

En los dos diecinueves de septiembre, la gente se volvió solidaria desde el primer segundo; desde las primeras manos que levantaron el primer trozo de escombro. Gente llamando a la calma. Gente llamando a la acción. Gente colaborando.

El hormiguero deshumanizado recuperó su esencia humana. Las manos comenzaron a formar cadenas, vallas. Euforia por los rescatados; aplausos a los rescatistas.

Mujeres y hombres cargando. Mujeres y hombres preparando alimentos. Mujeres y hombres abarrotando los supermercados. Juntos llevando y trayendo ayuda. Mucha comunicación de boca a boca. Mucho abrazo y el mexicanísimo apapacho.

Nació la inclusión que infructuosamente se busca fomentar todos los días. Quedó atrás el color de la piel, la marca de la ropa, la nacionalidad, el sexo, la religión. Quedaron abolidas todas las visiones que catalogan y separan. Esta vez, las únicas etiquetas las llevaban los víveres y los medicamentos. Etiquetas sólo para las cosas.

Tuvo que venir un frenético movimiento de la Tierra para recordarnos quiénes somos en verdad. Porque somos estos, no los otros; estos, los que de nuevo con palas y picos, bolillos y café volvimos a darle sentido a la palabra solidaridad.

Ha pasado una decena de días y junto a una nueva agenda, subsiste la que estaba pendiente: los feminicidios, las desapariciones forzadas, el fin de la impunidad. ¿Servirá de algo la confianza recuperada en nosotros mismos y en los demás? Eso puede marcar la diferencia.

No se agitó una varita mágica. Fue la Tierra la que nos recordó nuestra pequeñez y nuestra grandeza. Nuestra vulnerabilidad y nuestra fortaleza. El valor de la unidad, de la perseverancia, de la comunicación. Por varios días fuimos capaces de pensar en los otros porque podíamos ser nosotros.

Directora de Derechos Humanos
de la SCJN. @leticia_bonifaz

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