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Casi al final del año, leí una nota que me llamó la atención por inusual: la ajedrecista ucraniana de veintisiete años, Anna Muzychuk, campeona mundial en dos categorías, renunciaba —por cuestión de principios— a participar en el torneo que habría de realizarse en Arabia Saudita. Así lo expresó: “Voy a perder dos títulos mundiales, uno a uno, porque decidí no ir a Arabia Saudita, no jugar siguiendo las reglas de otro, no usar abaya, no verme obligada a estar acompañada al salir y, en general, no sentirme como una criatura secundaria”.
Anna agregó: “esto es molesto, pero lo peor de todo es que a casi nadie le importa. Eso es lo que se siente peor, pero no cambiará mi opinión ni mis principios”. Anna, en 2016, le había arrebatado el campeonato a su hermana Mariya, quien tampoco participó en el último campeonato a pesar de que la Federación Mundial de Ajedrez (FIDE) había autorizado que jugaran sin la abaya. Dijo la FIDE “La abaya sólo debe vestirse en los lugares públicos como grandes almacenes o puntos de interés turístico. En el hotel, en los autobuses que van y vienen de la sede del torneo y en la propia sala de juego no hay necesidad de llevar túnica alguna”. —Aunque debía llevarse pantalón y blusa de cuello alto—.
La competencia se realizó sin contratiempos y la triunfadora fue la china Tan Zhongy.
Mientras leía la nota, pensé en todo lo que implican los choques culturales, pero también en por qué en un juego como el ajedrez, en el que no es relevante la complexión física, había una categoría de sólo mujeres.
Revisando las reglas de la FIDE encontré que hay una categoría absoluta en la que pueden participar hombres y mujeres y otra categoría sólo para mujeres.
El registro de campeones mundiales varones data de 1886 y el de las mujeres inicia en 1927, con el nombre de la primera campeona: Vera Menchik, quien después de coronarse dos años consecutivos, decidió, en 1929, competir con hombres en Karlsbad, Alemania. Algunos de los asistentes se mostraron molestos y uno de los participantes ideó el “club de la deshonra” con el nombre de la ajedrecista. Ahí irían a dar todos los que perdieran con ella para recordarles siempre que habían sido víctimas de una mujer. El primer integrante fue Albert Becker, creador del premio.
En época más reciente, hay que reconocer el empeño del húngaro László Polgár, quien decidió convertir a sus hijas Susan, Sofía y Judit en las mejores ajedrecistas del mundo compitiendo con hombres. Judit reconoció que al inicio sufrió “comentarios irritantes”. Ella, quien fue la más precoz de las 3 hermanas, llegó a derrotar en algunas partidas a diez campeones del mundo, incluidos Spassky, Karpov y Kazparov. Por edad, rompió el record de Bobby Fischer al ser ella la gran maestra internacional más joven.
Los nombres de las mujeres ajedrecistas son casi desconocidos. También ellas han quedado invisibilizadas frente a los campeones hombres que reciben toda la atención mediática. Por ello, el gesto reciente de Anna Muzychuk debería tener mayores repercusiones no sólo en relación con su postura frente al rol que juegan las mujeres en Oriente Medio, sino por las desventajas estructurales de las ajedrecistas en relación con los hombres. Así, el premio del campeonato mundial de ajedrez del año pasado en la categoría absoluta fue de 120 mil dólares. El femenil de 60 mil. Salvo que el instructor sea el padre, como en el caso de las hermanas Polgár, las ajedrecistas —al ganar menos— no cuentan con los mismos medios para cubrir los honorarios de un instructor fijo a pesar de tener las mismas capacidades.
Les comparto esta reflexión, al tiempo que agradezco a mi abuelo el que —hasta donde le alcanzó la vida— nos haya enseñado a jugar ajedrez a todos los nietos sin discriminar a ninguno en razón de sexo.
Directora de Derechos Humanos
de la SCJN. @leticia_bonifaz