Disonante símbolo de cambio. El libro clásico de Theodore White, The Making of the President, 1960 (La fabricación del presidente, 1960), cambió la forma de ‘cubrir’ periodísticamente las campañas presidenciales, así como los estilos mismos de las campañas. En el proceso que llevó ese año al triunfo de Kennedy sobre Nixon, White inauguró una mirada en primer plano de cada movimiento de los candidatos, con una perspectiva esclarecedora de las motivaciones detrás de los modos de votar, en estrecha relación con los modos de vivir, de los diferentes estratos del electorado. Y nos mostró, además, cómo se hace de un candidato un presidente, cómo se fabrica, se capacita, se entrena, se curte en el camino, aunque ya se sabe que no hay más escuela para presidentes que el ejercicio del cargo: aprender haciendo… o deshaciendo.

Aunque las prácticas expuestas en el libro se expandieron por el mundo, en México sólo cobraron sentido a partir de las reformas que siguieron a la elección de 1988, en que se empezaron a utilizar las herramientas de las competencias democráticas, como las encuestas, los debates televisivos y las guerras sin cuartel en los medios. En 2000 se dio la alternancia en el poder presidencial, pero difícilmente se podría haber intentado ese año la crónica de la construcción de un presidente que se quedó, si mucho, en obra negra.

Hoy, el triunfante absoluto de la elección de este 2018 ha encabezado un cambio profundo en los estilos tradicionales de hacer campaña, empezando por su ininterrumpido proselitismo por casi dos décadas y por una transformación del lenguaje que llevó a extremos desconocidos la injuria y las acusaciones sin pruebas a instituciones y personas. Sólo que este cambio de lenguaje se erigió en el disonante símbolo de un “cambio verdadero” en los hechos, que finalmente detonó al conectar este año, con inesperada eficacia, con la demanda difusa de cambios que a principio de año alcanzó el 80% de los electores, de los cuales López Obrador captó el 1 de julio el 53%.

Decodificación aberrante. Ante ese fenómeno de comunicación política y de recepción altamente positiva de su mensaje por los votantes, la cobertura periodística se limitó en campaña a la rutina de esparcir, por su alto atractivo noticioso, los dichos más provocadores y las propuestas más extravagantes para el establishment, sin reparar en que las afirmaciones improbables o engañosas reproducidas acríticamente por los medios, en un reconcentrado clima antisistema, sonaban verdaderas para una mayoría que resultó absoluta en las urnas. Y así, las refutaciones de sus oponentes y críticos, o no merecieron la atención ni la retención de los convencidos, bajo el principio de la percepción selectiva de las audiencias, o fueron procesadas bajo la teoría de Umberto Eco de la decodificación aberrante, en que el receptor descifra los mensajes en sentido contrario al deseado por el emisor, ante la agenda firmemente fijada de antemano por quien obtendría el triunfo arrollador el domingo.

Cambio de velocidad. En los dos días siguientes a la elección, López Obrador ha dado pasos significativos para pasar de la condición de candidato a la fabricación del presidente. Y si bien todo indica que abrazará la estrategia de la ‘campaña permanente’, es decir, que permanecerá en campaña incluso durante su gobierno, su encuentro de ayer con el presidente Peña Nieto (“amistoso”, lo llamó) y su insistencia en la reconciliación, la concordia e incluso su mano tendida a los ex presidentes que ha execrado, parecen indicar que, a diferencia de Fox, AMLO sí entiende la diferencia entre la campaña de un candidato: beligerante, disruptiva frente a adversarios, y la campaña de un presidente: conciliadora, concertadora de alianzas y coaliciones para sacar adelante su programa de gobierno: acaso un cambio de velocidad de los que admiró hace décadas en los lanzamientos del dominicano de los Medias Rojas Pedro Martínez, tan cerca varias veces del juego perfecto y hoy en el Salón de la Fama.

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