Arden los ojos, duele la cabeza, se aprieta el pecho y se dificulta respirar. Y eso nada más de leer las noticias y de ver la lenta y mal comunicada respuesta de las autoridades ambientales del país, notoriamente de la que conocemos como la megalópolis: la gran Zona Metropolitana de la Ciudad de México.

Si se ha visto usted en la necesidad de salir a la calle, le habrá pegado como muro de ladrillos el hollín que estamos respirando (es un decir). Los incendios propagados en los últimos días nos han colocado en una situación extrema para la cual evidentemente nadie estaba preparado. Y eso, queridos lectores, es tan preocupante o más que la contingencia ambiental que finalmente ayer, martes 14 de mayo, fue declarada.

Lo fácil es culpar al gobierno, al que sea: el federal, el de la CDMX, a los conurbados del Estado de México, a la ola de calor, al relativo retraso en las lluvias, al fenómeno climatológico conocido como El Niño, a los que prenden fuegos indiscriminadamente para quemar basura u hojarasca o para preparar (de nuevo, es un decir) sus terrenos para la siembra. También podemos achacar parte chica o grande de la culpa a automovilistas, transportistas, constructores, a quien usted guste y mande. El hecho es que nos estamos ahogando.

Y es que una de las zonas metropolitanas más grandes del mundo no cuenta con un protocolo para atender emergencias por partículas pequeñas, tiene un mecanismo de alerta ambiental enfocado al ozono, no contempla un fenómeno recurrente todos los años (sequía, calor, incendios) ni tampoco la que ha sido la “tormenta perfecta” de incendios y falta de vientos dispersores que han convertido a la que alguna vez fue la zona más transparente en algo así como el caldero del diablo.

Varias cosas me llaman poderosamente la atención: en primerísimo lugar, la tardanza de las autoridades para reaccionar e informar a la población de la inusitada situación en que se encontraban, entrampadas, un poco como en la famosa Catch-22 de Joseph Heller: los protocolos solo contemplan ciertos contaminantes, por lo que no se puede decretar contingencia porque el protocolo no lo contempla, por lo que solo se pueden emitir recomendaciones…

Apenas ayer martes 14, al escribir estas líneas, la Comisión Atmosférica de la Zona Metropolitana (CAME) declaró una “contingencia extraordinaria” y ya avanzada la tarde, al dispararse los índices de ozono, pudo decretar la contingencia oficial. Lo fácil, insisto, es culpar a alguien. No es esa la intención de mi texto, porque ya bastante aventadero de culpas y responsabilidades tenemos por todos lados como para agregarle de mi cosecha. No, yo creo que debemos afrontar los hechos:

- La capital y su enorme zona conurbada no cuentan con protocolos adecuados a las contingencias que hoy enfrenta.

- El nivel de compromiso ciudadano ante este tipo de emergencias es virtualmente nulo: son muy pocos los que interrumpen o alteran sus rutinas para colaborar a disminuir contaminantes.

- Cuando la comunicación oficial es reactiva y lenta, se propicia precisamente esa actitud de “no pasa nada, yo sigo con lo mío”. Sin causar alarma se pudo haber convocado de manera más clara y explicita a la colaboración ciudadana ante la ausencia de normatividad.

- Dentro de la relativa lentitud para comunicar, el gobierno de la CDMX ha sido el único que ha dado la cara. Ni los de Morelos, Puebla, Hidalgo, Estado de México, Querétaro o Tlaxcala, que son parte de la CAME, han dicho esta boca es mía. Y en muchos casos son ellos los mayores emisores de contaminantes o causantes, por acción u omisión, de incendios forestales.

Mucha tarea por delante para las autoridades, pero también necesidad de reflexionar para nosotros ciudadanos, que hemos decidido —porque se trata de una decisión propia— seguir circulando en automóvil, estacionando en doble o triple fila, prendiendo la fogata o la chimenea, quemando (o tirando) basura, y una larguísima lista de etcéteras que no cabría en este espacio detallar.

Al gobierno le toca actuar, corregir, enmendar, orientar e informar. De preferencia, digo yo, sin recurrir a culpar a otros, sino tomando la iniciativa y dejando que la gente juzgue sus actos más que sus palabras. Pero a nosotros nos toca también reconocer la parte que nos toca y dejarnos de plañideras o de complacencias. El día que asumamos que no todo es culpa de alguien más habremos dado un paso enorme para lograr que este país finalmente cambie.

Analista político. @gabrielguerrac

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