A Javier lo engañaron. Dejó Honduras para meserear en uno de los hoteles más prestigiados de la península, estudiar para chef y después embarcarse en un crucero. Para llegar aquí viajó 20 horas desde Chiapas, donde fue recibido por un “amigo” que le aseguró que después de un mes máximo tendría el trabajo de sus sueños.

Vivió con otros cuatro hondureños en una casa que rentaban; tres continuaron el camino americano hasta Tijuana y uno más eligió unirse a la pandilla de Los Sureños, este último el año pasado fue detenido por la fiscalía cuando intentó robar una joyería.

A decir de Javier, optó por el camino fácil y se dedicó a la delincuencia. El Rastas aún no pierde la fe y asegura que tarde o temprano puede subirse al crucero.

Mientras tanto, aprende de manera empírica —sólo escuchando a los turistas y practicando con los meseros— el inglés en el muelle de Tortuga, donde también acomoda los camastros y cuida que todo esté en orden para los visitantes. Aún no puede meserear, por lo que se tiene que conformar con los 100 pesos que le pagan y pernocta en la casa de campaña que improvisó sobre la arena.

“La familia es lo que más se extraña, pero no puedo traer a nadie ni nada, todavía no tengo nada seguro aquí. De hecho si veo que se complica, todavía tengo el chance de llegar a Estados Unidos, pero es paso a paso y la sigo pensando ahora que ganó el Trump, no sé cómo se ponga. Si aquí los mexicanos todavía me miran feo porque saben que soy de fuera, imagínate en otro lado donde saben que voy más de mojado. En mi caso se puede decir que me engañaron, me prometieron muchas cosas y te dejas engañar... deslumbrar más que nada y míranos, dándole duro porque llegas sin un peso y empiezas de cero”, comenta El Rastas, como ya lo conocen en el lugar.

Los centroamericanos aprovechan los lunes para disfrutar de un descanso y de la playa. Es el día en que menos turistas hay y en cuanto terminan de recoger sus cosas, no dudan en iniciar la pachanga; sólo basta una guitarra, tomar prestadas las sillas de plástico de los negocios, una sombrilla y hielos.

El alcohol lo consiguen a unos metros en una tienda de conveniencia. Ahí nadie los molesta, se sienten en casa y tratan en la medida de los posible evitar desmanes; ese día es el único que tienen para distraerse y sólo en esa zona, ya que en la zona hotelera y en el centro de la ciudad ellos saben que no pueden ingresar.

Ahí las autoridades los “cazan” y para no llevarlos presos o evitar molestias, les tienen que dar la clásica mordida.

“En este lugar es el único que nos sentimos seguros. Si no damos problemas, nadie se mete con nosotros”.

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