Xalapa

El silencio es abrumador. En el “techo de México” el mutismo sobrecoge el alma, la claridad del día convierte los matices de la naturaleza en imágenes multicolores y la negritud de la noche dejan al descubierto unas estrellas brillantes como el universo. A 5 mil 636 metros sobre el nivel del mar —según cuenta la leyenda de Quetzalcóatl, el dios azteca— los hombres encuentran su propia verdad, su destino, el conocimiento, la paz y el descanso para su cuerpo y su espíritu, como relató EL UNIVERSAL en 1930.

Desde Citlaltépetl —palabra indígena que significa “Montaña de la estrella” o “Cerro de la Estrella”—, en días claros se logran observar las aguas del golfo de México y, del otro lado, el altiplano. Todo el país desde un solo punto.

La montaña es testigo del andar de la humanidad y de los ancestros mexicanos: es un mudo observador de éxitos, tragedias, muerte, desolación y de un México que siempre le mira, le admira y también le teme. Aunque en su historial figuran 23 erupciones confirmadas y la última se remonta a 1846, desde entonces se encuentra dormido con su cráter ovalado de 500 metros de ancho y unos 300 de profundidad.

En el silencio sepulcral de ese sitio los hombres más poderosos se reconocen así mismos como insignificantes ante la naturaleza.

El Pico de Orizaba, como también le llaman, siempre está envuelto en misticismo e historias, como el Valle del Encuentro, la Cueva de la Muerte, la Piedra del Arrepentimiento, la Cueva de la Virgen, sus arenales y sus cada vez más escasos glaciares.

El silencio y quietud del volcán, dicen quienes viven en sus faldas, son engañosos. La furia que se descarga en su punta sólo es una advertencia. Hace décadas, alpinistas y pobladores armaron una cruz católica de metal, pero rara vez se encuentra de pie porque los rayos la destrozan en cada tormenta y sólo quedan amasijos.

Una fría tumba

En el último siglo el Citlaltépetl ha cobrado caro la osadía de tratar de conquistarlo. Como aquel 2 de noviembre de 1959, cuando había una ausencia de ventiscas y siete alpinistas enfrentaban una lucha de más de seis horas para ascender en la cara norte del Pico de Orizaba.

Los integrantes de la Legión Alpina de Puebla se encontraban a 5 mil 300 metros sobre el nivel del mar, casi en la cima del volcán, pero una grieta de dos metros de ancho acabó con la expedición. El guía Enrique García La Calavera, Juan Espinoza Camargo, un chaval de 17 años que le apodaban La Voz, y Manuel Campos, El Indio Verde, quedaron sepultados por miles de toneladas de nieve en medio de un sonido ensordecedor, de esos que jamás se olvidan.

Después de 56 años, en 2015, el deshielo de los glaciares dejaron al descubierto los cuerpos momificados de dos de ellos, con sus ropas arcaicas para enfrentar el frío y sus rostros de dolor dibujados en esa carne marchita que el hielo secó. Murieron abrazados en la montaña, la misma que impidió que los sacaran de su fría tumba.

En sus entrañas guarda al menos seis cuerpos de alpinistas que intentaron dominarlo, como si la montaña quisiera recordarnos que siglos atrás el dios azteca Quetzalcóatl subió al volcán para emprender su camino a la eternidad y el fuego devoró su cuerpo; la carne y los huesos se quedaron atrapados por siempre, pero el alma se transformó en un quetzal y en una estrella.

Los escaladores atrapados comparten sepultura con un dios mesoamericano, aunque seguramente en los próximos años sus cuerpos aparecerán por el deshielo de los glaciares que se agrava con el paso de los años; de siete, sólo uno sigue intacto (el de Jamapa) y uno más (El Chichimeco) está a punto de desaparecer.

“Recuerdo su silencio cuando iba entre semana y en solitario”, dice Carlos Carsolio, considerado uno de los mejores montañistas de la historia y quien ocupó al Citlaltépetl como parte de su entrenamiento que lo llevó a la cima del alpinismo mundial.

Es una montaña muy poderosa, afirma el primer hombre latinoamericano y cuarto mundial en escalar las 14 montañas que superan los 8 mil metros de altura en nuestro planeta (1996); y el primero en alcanzar cuatro cumbres de picos de más de 8 mil metros de altura sin tanques de oxígeno en una misma temporada (78 días de cumbre a cumbre), marca que aún no ha sido superada. “Sentía una conexión con el interior de la tierra, una conexión con el planeta a la vez que te conecta con la atmósfera y el cosmos… el pico es una conexión entre el infinito exterior y el interior del planeta”, cuenta quien alcanzó la cumbre del Everest en 1989.

Para el experimentado alpinista, el Citlaltépetl fue su área de entrenamiento: subía dos o tres veces al día para acostumbrar a su cuerpo y convertirse en el más grande especialista de escaladas a grandes paredes de alta dificultad técnica, a cumbres vírgenes, por nuevas rutas y en ascensos contra reloj.

La cara sur sólo muestra miles y millones de rocas que salieron a la luz al desaparecer los glaciares. Tratar de escalar el monte por esa ruta es mortal para los principiantes, porque cada pico es un arma filosa que arranca vidas a la menor provocación, mientras que el rostro norte está lleno de aventuras y también de peligros.

Citla

El Valle del Encuentro, a 3 mil 900 metros sobre el nivel del mar, es el inicio de la travesía y a 4 mil 100 metros se ubica la Cueva del Muerto, un punto de referencia por su promontorio rocoso de 100 metros de altura y el refugio natural que alpinistas de antaño aprovechaban para descansar en los cinco metros de profundidad y dos de altura del hoyo.

Se cuenta que la roca de su acceso mató a un hombre y desde entonces se le conoce como la Cueva del Muerto, un sitio que además se ha convertido en uno de los tres hogares de Citla, el perro guardián de la montaña, un criollo de cuerpo pequeño, pelaje grueso y patas bien recubiertas: uno de los guías de alpinismo más experimentados del mundo.

Envuelto en grandes leyendas e historias con las que se ha ganado a pulso el sobrenombre de El Ángel Guardián de la Montaña y El Guía de la Montaña, el perrito conoce perfectamente las tres rutas de ascenso; en constantes ocasiones sube a la cumbre, a 5 mil 630 metros sobre el nivel del mar; siempre acompaña y guía a los alpinistas e invariablemente percibe a aquellos que sufren del “mal de la montaña” y jamás se separa de ellos.

El pico es su hogar, pero se sabe que tiene tres zonas de descanso: caseta de vigilancia en el Gran Telescopio Milimétrico, a 4 mil metros sobre el nivel del mar; la Cueva del Muerto y el refugio de la parte alta a 4 mil 660 metros.

El sincretismo religioso se refleja en la Cueva de la Virgen, donde un pequeño nacimiento de agua calma la sed de los aventureros, pero también el alma con la imagen de la Virgen de Guadalupe fijada en azulejos brillantes, a cuya figura decenas de pobladores y alpinistas le ofrecen rosas doradas que suben hasta el cráter.

El arenal, donde se caminan tres pasos y se retroceden dos, y el refugio Fausto González Lomar, a 4 mil 660 metros, sólo son el preludio de la Piedra del Arrepentimiento, a 5 mil 200 metros sobre el nivel del mar, el punto de quiebre para cualquiera que busca dominar al gigante dormido, porque hay una pendiente 55 y hasta 70 grados de inclinación. Ahí el miedo o el valor se apodera de los humanos.

“A pesar que uno sube bastantes veces, cada cumbre es diferente, hay sentimientos encontrados, estas en lo más alto y más cerca de Dios”, relata Hilario Aguilar Aguilar, uno de los rescatistas alpinos más respetados de Ciudad Serdán, municipio que nació en las faldas del volcán.

“La energía que se siente hace comprender lo pequeño que es uno ante la grandesa del planeta tierra”, agrega el escalador. “Somos seres insignificantes en comparación con la montaña”.

Desde niño conoció al gigante dormido. Con una sola muda de ropa, zapatos tipo bostonianos con la suela acabada y con un hoyo que mostraba sus dedos del pie, ascendió a 5 mil 600 metros sobre el nivel del mar. El frío lo hacía titiritar, pero al llegar a la cumbre todo el sufrimiento quedó en el olvido. A décadas de aquel momento, ahora tiene entre sus tareas recoger los despojos humanos y las almas que deja Citlaltépetl.

En las partes altas del cono de México, de vez en vez, se aparece la figura de un hombre perfectamente trajeado. Encima de una roca, aquel sujeto se postra frente a rescatistas como llamándolos a encontrarlo. Dicen que era el ocupante de una avioneta que en los años 40 se estrelló y que su cuerpo sigue escondido en espera que lo despidan.

La montaña no deja de tener su misticidad. Su cráter subyuga a los hombres, porque es —dice Carsolio— como adentrarse a las entrañas del planeta y recordar al escritor Julio Verne y sus historias de Un Viaje al Centro de la Tierra, que evocaban: “No hay nada que embriague tanto como la atracción del abismo”.

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