Habían pasado 20 años desde que Francisco Carrillo escuchó su sentencia y, aunque la monotonía de las horas en cautiverio le había puesto pausa a su vida, aquella tarde en la Corte por fin comprendió que para los que están afuera el tiempo pasa distinto. La primera vez que llegó a esta sala de audiencias, recién cumplía 16 años de edad: tenía el cutis terso, el semblante introvertido y su figura delgada iba rematada por una melena rebelde y un bigote incipiente, que delataba que aún era un adolescente.

En 1991 lo acusaron de asesinato en primer grado e intento de homicidio de seis jóvenes. Fueron las presuntas víctimas quienes juraron ante las autoridades de Estados Unidos que el mexicano había perpetrado el crimen.

Dos décadas después, Francisco regresaba al lugar donde había sido condenado. Ya no era un adolescente: lucía musculoso, aunque con canas y surcos en el rostro. Al igual que aquel día, los seis testigos, convertidos también en hombres, se sentaron en un banquillo frente a él.

Uno por uno platicaron al juez qué hicieron durante los últimos 7 mil 300 días, 175 mil 200 horas. Uno se había convertido en enfermero; otro se casó, se divorció y se volvió a casar. Al escucharlos, Francisco imaginó que probablemente tenían casas con techo a dos aguas, en sus jardines, perros y palmeras californianas.

Al terminar, el juez pidió al mexicano que relatara qué había hecho en dos décadas, cuáles habían sido los momentos más significativos.

Vestido con uniforme de reo color azul, dio pasos torpes hasta el estrado y se sentó al costado del juez. Tironeado por los nervios, trató de desmenuzar su vida en prisión y recordar algo, pero ¿qué podría decir lejos del pase de lista diario?, ¿de vestir siempre la misma ropa?, ¿de ver las mismas paredes?, ¿de remendar la ropa de los demás internos? Francisco se dio cuenta de que el tiempo para todos los demás había estado lleno, tal vez de tristezas, pero qué importaba: habían vivido.

“No pude parar de llorar porque ellos, que me acusaron, estaban hablando de su vida, pudieron vivir una vida y yo no. Hasta ese momento lo comprendí y me sentí tan triste porque me di cuenta de que en 20 años no tenía nada que contar”.

Francisco estaba otra vez en la Corte porque al cumplir dos décadas en prisión, los mismos hombres que lo incriminaron confesaron la verdad: nunca lo vieron disparar y uno de ellos escogió al azar la fotografía del mexicano.

Fotografía al azar

El 18 de junio de 1991 Donald Sarpy, un afroamericano de 41 años, fue asesinado en un barrio de Los Ángeles, California, llamado Lynwood. Un joven a bordo de un vehículo disparó desde la ventana una ráfaga de balas a un grupo de adolescentes. Como barridos por el viento, los jóvenes alcanzaron a tirarse al piso, pero sobre Sarpy una bala se incrustó mortalmente.

Más allá, a siete cuadras, Francisco Carrillo, un joven mexicano de 16 años, llegaba de la preparatoria. Vivía con su padre, don Panchito, un migrante que trabajaba en la construcción.

La rutina desde que su madre los abandonó era la misma: lavar trastes, doblar ropa y preparar la cena.

Seis horas más tarde, el sonido de golpes sobre la puerta despertaría a Francisco y a su padre; violentamente los sometieron contra el piso. Con las rodillas de los policías sobre sus espaldas, comenzó esta historia.

Fue trasladado a la comandancia de policía del condado y encerrado en un pequeño cuarto de interrogatorios, donde un par de policías leyó los cargos.

“Llegaron totalmente seguros a decirme ‘tú mataste a un hombre llamado Donald Sarpy’. Me reí, no por burlarme, pero resultaba algo increíble. Pensé que todo se aclararía, que era una equivocación y yo era un niño; no tenía idea de lo que estaba pasando. Dije: ‘ahorita me sueltan’, pero me llevaron a la prisión juvenil, y ahí seguí pensando que iría a mi casa. Mi papá me dijo que iba a buscar un abogado, y le dije que no, que no gastara su poco dinero, porque se iba aclarar”.

Francisco fue a juicio por un asesinato que no cometió, por el testimonio de un adolescente de 15 años, Scott Turner. Según la versión oficial de la Policía de Los Ángeles, él lo seleccionó de entre un grupo de seis fotos.

—¿Qué por qué la policía tenía mi foto? Tenemos que regresar a cuando tenía 14 años. En enero de 1990 salí de la escuela y estaba en mi bicicleta con unos amigos; un oficial gordo, chaparro, nos detuvo en plan amigable. Nos preguntó si teníamos novia, qué hacíamos. Pero sus intenciones eran otras: tomarnos fotografías.

Esa práctica, aunque ilegal, era recurrente. Los policías detenían a jóvenes hispanos para fotografiarlos y elaborar “álbumes de pandillas”. La selección generalmente era arbitraria y era considerada una práctica racista.

El juicio contra Francisco iniciaría un día después y, durante un año, las víctimas agregaron dos datos a su historia: que iban con Franky en la misma escuela y que habían visto que tenía un tatuaje en el pecho.

Francisco no los conocía y no tenía ni una sola imagen sobre su cuerpo.

“Realmente aunque el gobierno me asignó un defensor, la verdad es que nunca hizo nada para ayudarme, pudo haber tumbado rápidamente esas mentiras con sólo destaparme el pecho, pero no lo hizo”.

Un testimonio fue descartado por la Corte: el de su padre. El hombre juró que su hijo había estado en casa desde las cuatro de la tarde. Cocinó, lavó, planchó. Lo secundó Francisco. Pero el fiscal soltó una risotada y sarcásticamente le pidió que si iba a mentir, fuera creíble. En su cultura, señaló, los hombres no hacen labores de mujeres.

El 30 de junio de 1992 fue juzgado como adulto y sentenciado a cadena perpetua. El jurado decidió en dos horas que era culpable.

Sobrevivir en la cárcel, el reto

Apenas llegó a la cárcel de adultos de Los Ángeles, Francisco entendió que tenía que aprender rápidamente las reglas para sobrevivir.

Cuando su madre los abandonó, tenía ocho años y desde ese entonces su padre le había enseñado a cocinar y a remendar con hilo y aguja su ropa. Por eso Francisco decidió que así como en la guerra hay soldados sin fusil, en la cárcel no tenía que pelear con la pandilla: cocinaría y cocería para los demás.

A la par, comenzó a escribir cartas a reporteros, activistas, abogados a Oprah Winfrey. No obtuvo respuesta.

“Hasta que un día me regresaron una de las cartas, la releí y de verdad sentí muchísima vergüenza, estaba cargada de emociones, pero era inentendible, me dije ‘tengo que estudiar’ y lo hice, en dos años terminé mi preparatoria”.

Volvió a enviar cartas y ahora sí obtuvo respuesta, aunque no la que esperaba: no podemos ayudarlo, su caso es muy complicado.

El padre de Francisco se convirtió en el apoyo moral que necesitaba. Murió cuando su hijo cumplió una década encarcelado, lleno de tristeza y frustración por no tener recursos para pagar un abogado particular que lo defendiera.

La esperanza

Durante muchos años Francisco se empleó en la escuela de la cárcel. Así conoció a una profesora que trabajó toda su vida en la prisión estatal de Folsom. Estaba próxima a retirarse y Francisco de cumplir 15 años encarcelado.

“Por eso decidí que este era el momento de pedir ayuda”. Recuerda que la respuesta de la profesora fue amable; le dijo que si encontraba un abogado en su camino le contaría su historia. Hasta ahí.

Una semana después la ayuda llegó sorpresivamente. Una reconocida abogada llegó en 2006 a escucharlo: salió convencida de que fue víctima del sistema y del racismo.

Desde ahí, 10 abogados que trabajaban en conjunto para la organización Innocent Project —especialista en casos de personas inocentes que fueron encarceladas— iniciaron un proceso sin precedentes: la defensa de un mexicano contra el sistema judicial de Estados Unidos.

Durante cinco años ubicaron a todos los testigos e implicados en el caso de Francisco y lo que encontraron era más desconcertante de lo que imaginaban: los jóvenes que en su momento lo acusaron, arrepentidos, confesaron que había sido un alguacil del condado de Los Ángeles quien los obligó a señalar a Franky.

Durante los primeros dos interrogatorios ninguno pudo identificar al agresor, y fue hasta el tercer interrogatorio que uno seleccionó un retrato, pero el alguacil le advirtió que ya estaba encarcelado; le pidió que seleccionara otro, el joven apuntó con el índice otra imagen y el policía dijo que “ése no era”, hasta que optó por Francisco y él asintió.

También descubrieron que el jurado no había reflexionado su decisión porque uno de sus integrantes se iría de vacaciones; el alguacil que “resolvió” el crimen era investigado por corrupción y falsear testimonios; su abogado de oficio estaba casado con una policía, y uno de los jóvenes que atestiguaron en su contra ni siquiera presenció el asesinato.

En marzo de 2011 se reabrió el caso. Durante las audiencias quienes declararon en su contra se desmoronaban en el banquillo de los acusados y le pedían perdón por arruinarle la vida.

El fiscal que debía demostrar que Carrillo era culpable, al enumerar las razones por las que debía permanecer en prisión, de pronto guardó silencio, miró al piso y después al juez. “No puedo, no puedo hacer esto, yo creo en lo que dicen los testigos, que no cometió el crimen así que pido la liberación”, solicitó indignado.

Franky, como lo llaman sus amigos, salió el 16 de marzo de 2011.

Aprender a elegir

Aquella tarde que Francisco abandonó la cárcel lo llevaron a celebrar el fin de su reclusión en siete prisiones. Pensó que tal vez es más aterrador salir que entrar.

Comieron comida china; la mesera le entregó un menú y comenzó a mirarlo. Las opciones eran muchas. De reojo vio cómo uno por uno, sus familiares ordenaban algo diferente. Él, en cambio, sintió que se iba a desvanecer y comenzó a sudar. Después de tantos años en prisión, de ingerir la misma comida embutida, Francisco se preguntó qué palabras tenían que usarse para ordenar algo, qué hace la gente normal.

Hace tres meses se gradúo de una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, obtuvo una beca para estudiar Sociología. Cuando salió de prisión tenía 37 años, contrajo matrimonio con una joven israelita —que trabaja con menores de edad condenados a cadena perpetua— y tiene un hijo de dos años.

Actualmente Francisco llegó a un acuerdo económico millonario con el gobierno de Estados Unidos por el daño causado a él y su padre. La cifra aún no puede revelarse porque se encuentra a la espera del pago.

“Aquel día se me olvidó cómo era pedir algo. Me sentí derrotado, pero me di cuenta que así iba a ser mi vida, tomando decisiones”.

Nadie volvería a elegir qué iba a comer o qué ropa iba a usar.

Google News

Noticias según tus intereses