Papantla

En una choza en lo más recóndito de la Sierra de Papantla, la niña Martha Soledad Gómez Atzin se acercó a su abuela-mamá, le agarró el mandil y se atrevió a preguntarle: “Mamá Chole ¿por qué hueles así?”.

—¿Cómo hija? ¿Apesto?— le respondió doña Soledad, mujer indígena de la comunidad La Unión en Veracruz, casada con un español exiliado que se fue a refugiar a la selva a mediados de los años 70.

—No abuela, hueles diferente porque voy a la escuela y huelo a las mujeres de allá y huelen a perfume y sus canas están pintadas o traen su pelo de otro color— le dijo la niña.

Mamá Chole, como le decían todos, tomó entre sus brazos a su nieta que convirtió en su hija, la hizo mirar al techo de palma de aquel galerón donde diariamente cocinaba para los 200 empleados del rancho. Le pidió ver las huellas que dejaba el humo de la leña.

“Yo soy una mujer de humo, porque yo soy una mujer ahumada y mis canas son de humo; y yo huelo a humo porque toda mi vida, desde que nací, he sido una mujer de humo”, dijo con la voz firme, pero muy despacito.

Fue cuando la pequeña Martha entendió que estaba en proceso de convertirse en una mujer de humo. A los tres o cuatro años de su existencia —según recuerda—, su abuela se levantaba de madrugada y la dejaba en medio de la oscuridad. En una esquina del cuarto, una veladora encendida generaba sombras que le producían un temor horrible y para tratar de ahuyentarlo, jugaba a adivinar los ruidos de la cocina.

Decía: “¡Ah! están moliendo el nixtamal en el molino; recogen la masa molida; la están pasando en el metate; están limpiando los frijoles; están poniendo los frijoles en la lumbre; pusieron la olla de leche a hervir; echaron tortillas, se cayó un zacuatl (utensilio de cocina), metieron el zacuatl a la cubeta con agua”.

Agudizó sus sentidos. Controló esos ruidos y adivinaba todo el camino de su abuela, luego empezó a predecir los olores de la cocina. El tufillo de aquel nixtamal en el molino; la leche o los frijoles a punto de ebullición; la tortilla quemada; la salsa de tomate rojo y chile verde.

Nació cocinera. Nació amando la cocina. Su abuela era una mujer totonaca con muchas creencias… guardaba las tradiciones y tenía respeto sobre los alimentos y la cocina.

Fue entonces, relata, cuando comprendió por qué su abuela olía así.

“Y yo me convertí en una mujer de humo”, suelta la mujer de 53 años de edad.

La revolución del metate

A su lado tenía a un verdadero ejército de 200 mujeres indígenas. A todas logró sacarlas de sus comunidades autóctonas y ahí estaban con sus vestidos multicolores fuera de su entorno y alejadas de sus hombres, los que mandaban.

Acostumbradas a ser maltratadas, lastimadas, heridas, vejadas y carecer de voz y mando, en 1999 se encontraban en la zona arqueológica de El Tajín, hasta donde Martha Soledad las llevó para ofrecer comida a miles de personas que visitarían la primera edición de la Cumbre Tajín, el ambicioso proyecto cultural y artístico del gobierno de Miguel Alemán Velasco.

“A veces no solamente lastimada y vejada por el marido, también por los hijos, suegros y por los papás mismos: que si te pega, aguántate porque es tu marido y tiene que ser así”, afirma.

No fue fácil, pero fue el primer paso para su revolución silenciosa en medio del humo. Aquel año llegaron a su casa de La Unión a contratar a la única especialista en cocina tradicional para Cumbre Tajín. De inmediato aceptó montar una cocina en el Parque Temático, pero a cambio debería llevar a 200 mujeres de la Sierra de Papantla.

Imaginó que sería sencillo. Llegó a la primera comunidad llamada El Cedro, donde se encontró con Minerva, Adela, Josefina, Teresa, Alejandra, Juliana, viejas conocidas que le ayudaban en la finca. Recorrió una docena más de pueblos y en todos le dijeron que sí.

Cuando fue por ellas, para su sorpresa, se encontró con una reunión de hombres.

—Sí van, pero, ¿quién se va a hacer responsable de ellas?

—Yo— respondía Martha.

La veían con recelo, sin don de mando y sin la autoridad para cuidar a todas las señoras de cada poblado, por lo que siempre escuchó una misma frase: Si van pero van dos abuelas con ellas, con ustedes. Dos mujeres responsables.

“Eso fue una revolución”, resume.

Que 200 mujeres abandonaran sus hogares para ir a cocinar a otros y que, además, ganaran dinero, era algo impensable. Habían dado el primer paso que se fue consolidando cuando los extranjeros las rodeaban impactados por sus vestidos, por su cultura y por sus alimentos.

“Empecé a vivir la vida de cada una de ellas y la mía también, fue cuando les dije: ‘mujeres, ustedes van a vivir así mientras quieran, pero tenemos que luchar porque nosotros nos merecemos un lugar grande en nuestra casa’”.

Se armó de valor, con su voz gruesa, con su estirpe indígena y española, rememoró sus vivencias al lado de su ex esposo y entonces habló con sus mujeres de humo:

“Nosotras no somos las chachas ni las cocineras en nuestras casas. Nosotras somos las que les damos de comer, alimentamos, cuidamos, mantenemos nuestras casas. Ni un golpe más, ni un maltrato más”, sentenció.

La ahora coordinadora del Nicho de Aromas y Sabores del Tajín no midió el impacto de sus palabras. Ahora las totonacas ya no piden permiso y si reciben un trancazo, regresan cuatro o cinco.

Pero para una de las cocineras tradicionales más reconocidas de Papantla que lucha por conservar las tradiciones culinarias, no se trata tampoco de una rebeldía, porque —dice— “cuando una pareja es feliz debe de mantener el amor y el respeto”.

Las enseñanzas de las abuelas

Su forma de ser y actuar los aprendió en aquella enorme galera, donde decenas de mujeres totonacas se congregaban alrededor de los fogones y llevaban a cabo su ritual ancestral: barrían la cocina, bendecían su lumbre, su masa y todo lo que iban a cocinar.

Con siete años a cuestas, Martha Soledad se arrimaba a los braseros, pero su abuela siempre la corregía: aún no es tiempo de estar manoseando las cosas y luego, invariablemente, acercarle un pocillo de café con leche y un burrito de sal y manteca (tortilla bien apretada).

Poco le importaban las advertencias. Consiguió que su abuelo, el español don Manuel Gómez Bernabé, le construyera una mini cocina y la adoptaron las abuelas y muchachas que laboraban en medio del humo negro.

Maruca, Marina y su tía Autinia de Luna, pero también las muchachas procedentes de la sierra de Puebla, Margarita, Floriana y Anastacia, le contaban las cosas mágicas que podían utilizar y acomodar en la cocina, pero siempre le advertían que la magia más grande que le daba sabor y color a la comida eran los sentimientos: el humor, amor y sentimientos.

—A ver Martha, ahora sí, ya llegó tu tiempo— escuchó que le decía su abuela-mamá.

Recién había cumplido los ocho años. Su rostro se iluminó y sonrió porque a esas alturas iba muy avanzada.

“Cuando mi abuela me quiso enseñar a pasar la masa en el metate, ya la sabía pasar; y cuando me dijo cómo se echaban las tortillas, ya las sabía hacer”, cuenta hinchada de placer.

Conoció muchas de las recetas ancestrales y supo que para cada ocasión había una comida distinta. El mejor platillo de “monte” era una sopa de flor de izote; para honrar a las “milpas” nada como quelites en chilpozontle; y para degustar un plato de “patio”, una gallina en caldo ranchero.

Aprendió que lo mejor de la cocina “mestiza” era un chileajo de conejo; y para los rituales, como de Todos los Santos, un mole con arroz y tamales de hoja de plátano; para ofrendar a los dioses un tepache de maíz y figuras de chocolate, así como armadillo o conejo ahumado.

Supo que para la dualidad, el nacimiento y la muerte, debería preparar cosas distintas: para honrar a un difunto, los exquisitos tamales de huevo en hoja de plátano; y para el nacimiento de una niña, 12 tamales que representan a los meses del año y el mes en que nació la Virgen de Guadalupe; y 13 tamales para el niño, por aquello de que dio una costilla de más para que existieran las mujeres.

Hoy, parada en la zona arqueológica de El Tajín, preparando unos bocoles (tortilla gruesa de masa de maíz mezclada con manteca y rellenas de frijol negro, queso, chicharrón), recuerda cuando siendo una niña estaba sentada en las piernas de su abuela-mamá y ésta le decía: “Soy una mujer ahumada y me voy a morir, yo nací, crecí, parí a mis hijos y he hecho mi vida en esta cocina y me voy a morir en esta cocina”.

Por eso, antes de morir, Martha Soledad quiere dejar sembrada esa semilla no solamente en su familia, en sus hijos y en sus amigos, sino en generaciones completas.

“Quiero que aprendan a amar y a querer la cocina como yo lo hice un día: con miedos, con tristezas, con amor, con respeto”.

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