“Desde joven fui seguidor de la filosofía de Gandhi y de los pensamientos de Jesús, pero cuando llegue a la Sierra Tarahumara estuve frente a una comunidad que practicaba de forma cotidiana esa doctrina de vivir para los demás, de todos ser uno, por eso me quedé aquí y no me quiero ir”.

Son las seis de la mañana para el reloj de los visitantes, pero Romayne se guía por los rayos del sol que apenas comienzan a vislumbrarse tras la cima de la majestuosa barranca para saber que es hora de levantarse. En Retosachi, el “gringo californiano” deja las cobijas de lana para vivir un día más como indígena, tal como lo ha hecho desde hace más de 30 años.

Romayne Wheleer es compositor, músico, pintor, poeta, filósofo y un hombre altruista que decidió dejar atrás su vida en las grandes capitales del mundo para refugiarse en este lugar apartado y adoptar la vida y pensamiento de los rarámuris de Chihuahua; llegó a esta región para ofrecer desinteresadamente una mejor vida a quienes apenas tienen para comer.

Nació en Estados Unidos pero creció en Austria, la tierra de Mozart, donde estudió piano y composición hasta convertirse en un reconocido intérprete. Su carrera musical lo llevó a dar conciertos en 52 países alrededor del mundo.

Su barranca es conocida como Nido de Águila, su casa se ubica a unos metros de un antiguo cementerio Tarahumara. Desde el sitio se distinguen las ruinas de un caserío de los extintos indios Tubares que data de siglos atrás, al que nadie ha entrado por tener una maldición.

“Llegue a la Sierra Tarahumara unos días antes de Año Nuevo, en 1980. La comunidad me invitó a pasar la fiesta con ellos y acepté. Fue algo muy especial, a la medianoche todos, eran como 120 personas, se dieron un abrazo, el curandero bendijo la vida de cada persona y comenzaron a bailar. En la madrugada esos 120 quisieron entrar al mismo tiempo a mi casita de campaña y obviamente la rompieron. Ahí entendí que Dios quería que durmiera con ellos en el campo, y de entonces aquí sigo”, recuerda.

Retosachi es un caserío disperso donde viven unas 100 personas en chozas de adobe con techo de madera. Llegar hasta aquí toma nueve horas desde la capital del estado, si el clima es propicio, porque si ha llovido pueden ser 12 o más. Los hombres llegan caminando a Samachique (el poblado más grande de la zona) en un día a pesar que en línea recta son apenas unos 20 kilómetros. Las mujeres tardan un día y medio, o dos, si llevan niños pequeños.

Las subidas y bajadas, los desfiladeros y barrancas parecen no tener fin.

El inicio de una nueva vida

La casa del  pianista  es diferente; el lado oriente es un enorme ventanal desde el que se admira el horizonte en todo su esplendor. Rodeado de libros está un antiguo piano Stainway & Sons que por años se usó en el Teatro Degollado de Guadalajara, y luego perteneció a la viuda del fundador del PAN, Manuel Gómez Morín.

El instrumento llegó por tren a la sierra, luego viajó dos días entre toneladas de papa para evitar que se dañara; 20 indígenas lo bajaron por la barranca para colocarlo en su lugar.

“Venir aquí fue como volver al inicio de la vida donde el individuo tiene el valor como persona de aportar a los demás. Para mí fue un desafío conocer su filosofía: sabía que me iba a cambiar la vida”, relata mientras bajamos por entre las peñas a la cueva en la que vivió entre 1982 y 1992, en periodos de tres meses.

Su antigua “casa” está unos 100 metros debajo de la actual. En este lugar dormía sobre una cama de piedra y tocaba un órgano de energía solar siempre acompañado de los rarámuris quienes comparten la música de los violines y tambores autóctonos, mientras Romayne hace lo propio desvelando para ellos Chopin y Verdi.

La luz eléctrica llegó a Retosachi apenas hace un par de años y es intermitente, no hay señal de teléfono y el internet es prácticamente desconocido. Sus habitantes, incluido el hombre de cabellera rubia que usa blusa indígena y en ocasiones taparrabo, suelen comer frijoles, tortillas de nixtamal, sopa y frutos que recolectan en el monte, la carne rara vez llega a las mesas. Lo que no puede faltar es el café, costumbre que Romayne popularizó en el pueblo.

“Al principio vivía tres meses aquí y el resto del año en Europa. Pero poco a poco me fui dando cuenta que estaba como una planta dentro de una olla que se mueve de un lado para otro y nunca echa raíces. En ese tiempo daba conciertos en la catedral de Viena y era muy exitoso, tocaba en varios lugares al mismo tiempo: Hungría, Grecia, Berlín. Un día le detectaron cáncer terminal a mi cuñado, un hombre más joven que yo, eso me sacudió y decidí que no podía dejar pasar más tiempo e hice un trato con mi Creador: que él me cuide y yo voy a destinar todo lo que entre de mi música a hacer algún bien a la gente, aquí que hay tanta hambruna y tanta enfermedad con los niños”, lamenta.

Fue así como Wheleer se convirtió en el mecenas de la comunidad. Cada año viaja por el mundo ofreciendo sus conciertos. Lo recabado se invierte en obras de beneficio a través de la asociación civil que lleva su nombre, la cual construyó una clínica en Retosachi.

De igual forma construyó y equipó la escuela a la que asisten niños de cinco a 12 años que cursan kinder y primaria, muchos caminan hasta dos horas al día para recibir clases.

En las próximas semanas terminarán el dormitorio para que los pequeños de comunidades más lejanas puedan quedarse. Romayne gestionó los recursos, los hombres del pueblo se encargan del trabajo de albañilería y se les paga con víveres para sus familias.

Así como en la cultura rarámuri, Wheleer no regala nada, por eso en el banco de alimentos que instaló en Retosachi se les “compran” artesanías a los indígenas y a cambio se les proporciona comida. Lo recabado va a un fondo para seguir financiando el programa.

“Ha sido un milagro tras otro. Mi gente en Viena pensaba que había perdido la razón, pero vieron que lo que hacía no era para engrandecer ningún proyecto personal sino para la comunidad. A cambio Dios me ha dado uno de los lugares más hermosos que se pueda imaginar”.

Al caer la tarde se sienta al piano. En el horizonte un cielo rojizo deja ver los últimos destellos de Rayénari, el Dios Padre, el sol; algunos amigos del pueblo están de visita. Comienzan a sonar las notas del Intermezzo de Manuel M. Ponce, luego relata que ha compuesto más de 60 piezas dedicadas a los árboles, su favorita la dedicó a un amigo: un álamo a la orilla del camino que fue talado, lo que le provocó una intensa tristeza, y ahora lo recuerda con la melodía.

Así como cautiva a sus oyentes, un día lo hizo con su ahijado Romeino Gutiérrez, al que enseñó sus primeras notas musicales incluso antes de que hablara español. Lo guió por los secretos del piano, y hoy, 26 años después, es el primer indígena tarahumara que ha logrado dar recitales en ciudades europeas y hasta grabar un disco, en un principio acompañado de su padrino a quien llaman El  Pianista de la Sierra, ahora ya cuenta con una carrera propia.

“Siento que aquí mis raíces si se han hundido, aquí soy parte de la naturaleza, mi vida tiene una razón. Trabajo también para otras causas como orfanatos en Nepal, pero casi todo va para acá. Por lo que Dios me dé de vida quiero compartir y traer momentos eternos con mi música, quiero dar mensajes de aliento, un antídoto para la sociedad  con tantas influencias negativas, y que mejor lugar para preparar eso que aquí”, refiere el indígena por convicción.

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