Cuernavaca

Allá afuera nadie les festejó el Día del Niño. Las calles y la delincuencia tuvieron otras actividades para ellos: unos distribuían droga y eran pistoleros, otros deambulaban o vivían fuera de sus casas. Por eso, dicen, lo que más extrañan de su niñez es jugar y los abrazos de sus padres.

Pero no tuvieron oportunidad, la delincuencia los cautivó antes con dinero, armas y droga.

Con familias disfuncionales o bajo la tutela de los abuelos, rompieron límites y encontraron el encierro en el Centro de Ejecución de Medidas Privativas de la Libertad para Adolescentes (CEMPLA).

Estos adolescentes, algunos convertidos ya en jóvenes, cargan con el rechazo y la mayoría son abandonados por sus parientes. No reciben visitas porque sus familiares no tienen recursos para viajar, o, en casos extremos, los padres también purgan condenas en penales.

Por esos pasillos y patios donde caminó Édgar, el mítico 'Ponchis', durante tres años, deambula Mario (nombre ficticio), un joven que a los 17 años de edad cometió un homicidio.

Luce atlético, fuerte, pero cuando evoca su infancia rompe en llanto en recuerdo de aquel juguete que insistentemente pidió a los Reyes Magos y el Día del Niño: un carro de control remoto.

Su abuelo se lo dio cuando tenía ocho años y un tiempo fue feliz, incluso dormía con él, hasta que se rompió.

“No guardo nada de mi infancia, nunca tuve algo alegre, sólo el carro que siempre quise tener”, relata.

Aquí en el CEMPLA, situado en el municipio de Miacatlán, la mayoría de los muchachos tiene un promedio de 17 años. En tratados internacionales son niños, pero en la ley mexicana son adolescentes. Hay quienes entraron a los 20 años, pero cometieron la conducta antisocial de adolescentes, explica Liliana Fernández García, directora del centro.

“No tuve amigos”

Mario no delinquía, dice, pero un día acompañó a un conocido y cometió el homicidio. Nadie lo cuidaba, la calle era su refugio ante la ausencia de su madre, quien lo dejó con los abuelos cuando tenía cinco años. Ella, entonces de 20 años, se fue a Estados Unidos.

—¿Qué extrañas de tu infancia?

—“Todo: jugar, estar con mi familia, más que nada. No tuve oportunidad de jugar, porque mi mamá no estuvo conmigo desde los cinco años y cuando estaba con mi abuelita no era muy estable, porque no me llevaba bien con mis sobrinos.

“Ellos me decían que mi mamá me había dejado y que no tenía papá, eso a mí me dolía mucho; no tuve amigos”.

Cuando cursaba el primer año de secundaria desertó y a medida que se alejaba de sus abuelos comenzó a consumir alcohol; la calle se convirtió en su mejor aliado. Su ilusión de niño era tener una buena familia, verlos juntos.

Paradójicamente, el encierro le permitió celebrar un festejo del Día del Niño como nunca antes lo había hecho. El año pasado la dirección organizó un evento y llevó espectáculos para divertirlos.

“Estuvo padre, me divertí porque estuvimos conviviendo, no como delincuentes, sino como si fuera un colegio o algo así. Allá afuera nadie me festejaba el Día del Niño, me festejaba yo solito”.

Lleva un año y siete meses en el centro y su condena es de nueve, pero ahora anhela ser abogado para ayudar a quienes no tienen dinero para pagar uno.

“Voy a tener dos hijos, hombre y mujer. Solo he pensado en el nombre de la niña, Jetzi Judith, porque son los nombres de chavas que quería. Si tuviera un niño no me gustaría que llevara mi nombre porque es como una mancha que no me gustaría en un ser querido”, explica.

Reciben ayuda religiosa

Víctor (seudónimo) abandonó este lugar hace seis meses. Tenía 17 años cuando fue detenido por narcomenudeo. “Sí disparé armas, no puedo decir que no maté a alguien. A la vez tenía miedo y la vez no, porque pensaba: ‘A mí no me va pasar nada, yo tengo a mi cártel’.

“Sabía que Dios me estaba viendo y eso me daba miedo, hasta que un día alcé los ojos al cielo y dije: ‘Señor, yo quiero estar contigo en el reino de los cielos’”.

Dos días después, Víctor fue detenido con mariguana junto con cinco compañeros. Les incautaron dos departamentos, vehículos, droga y armas. Éstos últimos eran sus juguetes desde niño.

Aprendió a usarlos para lastimar a la gente y por eso sabe que no puede regresar a su municipio natal, porque además su madre formó un hogar con otra pareja, procreó hijos. “No me puede tener con ellos porque el narco es un sistema donde ‘te veo, te mato, me ves, me matas’, si voy allá me matan”, dice.

Cuando cumplió su condena de dos años, dos meses, dos días, buscó al doctor Juan Gabriel Corona, un médico jubilado por la Marina, que junto con su esposa, Tania Verena, ayudan a los adolescentes abandonados por sus familiares a través del organismo Ruedas de Esperanza, el cual es auspiciado por el centro cristiano Shaddai.

El día que Víctor llegó a la casa de su benefactor fue cobijado y alimentado. A la mañana siguiente, el médico le entregó las llaves de su casa, porque todos salieron a estudiar o trabajar. Esa muestra de confianza fue suficiente para modificar la actitud del muchacho y con la instrucción religiosa cambió su vida.

“Si tu familia no está contigo nosotros sí. Lo único que podemos hacer es pedir al Señor bendiciones para ti, pero sólo si tú lo quieres. Nos daría pena verte después ahí tirado o muerto”, le comentó el médico al muchacho.

Al final, los hermanos en religión organizaron una cooperación y le entregaron 400 pesos. Con es dinero compró naranjas y verduras para hacer jugos. También le obsequiaron un exprimidor, la mesa y un espacio en un comercio. Desde entonces vende jugos junto a la carretera y ahora gestiona con el médico la instalación de una casa hogar para adolescentes egresados del CEMPLA.

Fernando es un adolescente cuyo brazo está cubierto por un tatuaje multicolor, él también fue rescatado por Ruedas de Esperanza, aunque su reclusión fue en Estados Unidos en una prisión de seguridad máxima, por el delito de robo a mano armada con violencia.

Hijo de madre soltera, Fernando fue llevado a Estados Unidos cuando era muy pequeño y ahí vivió hasta los 20 años. Recuerda que el distanciamiento con su mamá surgió a los ocho años, cuando él empezó a rechazarla, tal vez, dice, por la inestabilidad sentimental que ella tanía con sus parejas.

A los 14 años llegó ebrio a su casa y su madre sólo le dijo “pásale”. “No entendía el amor que mi madre tenía para mí. ‘A esta vieja no le importo’, me dije”.

Luego se unió a una mujer con quien vagaba por las calles hasta que robaron a mano armada con violencia, un delito federal en Estados Unidos. Ahí conoció a predicadores y eso le gustó. Prometió que al salir ayudaría a los internos, pero al cumplir su sentencia fue deportado.

Mujeres, las más olvidadas

Liliana Fernández García tiene cinco meses como directora del CEMPLA y este será su primer festejo del Día del Niño. Ya comenzaron con una miniolimpiada y lo que se prepara es un torneo de ajedrez. Para los ganadores habrá hamburguesas, pizzas o litros de helado.

Aquí conviven 157 adolescentes, 17 de ellos son mujeres, aunque la capacidad de alojamiento es para 120, así que los “nuevos” duermen en el suelo.

Los varones ingresan, en su mayoría, por la comisión de robo y las mujeres por delincuencia organizada o secuestro.

Contrario a los hombres que son seducidos por el dinero, el historial de las mujeres está ligado a la seducción de adultos cuando ellas tenían 13 o 14 años.

Son ellas las más abandonadas por sus familiares. Alrededor de 67% no recibe visitas, en tanto que los varones el número se reduce a 33%.

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