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Buscando a Dory (2016), cuarto largometraje animado del inventivo Andrew Stanton —codirigiendo con el debutante Angus MacLane—, tras la metida de pata que fue esa mala adaptación que mezcló personajes reales con demasiados animados en la sobrecargada y artificial John Carter: entre dos mundos (2012), no es strictu senso una secuela de Buscando a Nemo (2003), ese notable ejercicio de animación que mostraba el prodigio de lo que es posible hacer con una computadora y bastantes buenas ideas.

Buscando a Dory es una cinta de esas que ahora se llaman “derivadas”, aunque la esencia del argumento responde al estilo y los intereses de Disney: subrayar las virtudes de la familia y la amistad a toda prueba.

El universo a la Pixar de nuevo cobra vida y lo interesante de un filme semejante no es tanto el trasfondo de la historia ni la suma de chistes de todo tipo, la mayoría de las veces efectivos por la habilidad para hacerlos visuales. Lo que importa es el trazo gráfico para sus panoramas marinos, los rasgos de cada personaje, el desarrollo de esa trama clásica de búsqueda y encuentro donde el concepto de cada dibujo es ejemplo de narrativa pensada estrictamente con imágenes. En este caso, imágenes que funcionan literalmente de forma líquida.

Las acciones fluyen como sólo en la animación sucede. A qué dudarlo, es un estilo en definitiva pictórico, vital, que permite disfrutar cada uno de los personajes, cada situación; crea auténticos cuadros en movimiento con una imaginación que rinde homenaje a lo infantil y sus juegos.

Por supuesto, las imágenes deben representar una suma de emociones, en especial para la peculiar Dory, que actúa con una elemental intuición; la mueve el corazón antes que la memoria. Su ir y venir mental y emocional tiene una equivalencia visual en cada movimiento que efectúa. Ese trazo que se mueve casi en círculos y espirales y que en su constante fluir plasma un espectáculo conmovedor.

A diferencia de otras cintas animadas, por ejemplo La era de hielo, donde la trama acumula personajes; suma uno nuevo en cada entrega, en Buscando a Dory se pretende recuperar aquello que le dio vida al filme original, su esencia, y expandirlo no tanto como un argumento que cuenta una historia específica sino como una narrativa que en la suma de sus imágenes crea un fresco de absoluta emoción, como aquellos entrañables relatos descubiertos en la infancia.

Miedo profundo (2016), séptimo largometraje del catalán Jaume Collet-Serra, especialista en cine serie B, representa el perfeccionamiento de su estilo afecto a tramas asfixiantes que arma con la estructura ultra neoclásica de “unidad acción, tiempo, lugar” (Non-Stop: sin escalas; Una noche para sobrevivir). Ahora es la angustiante aventura en que se ve involucrada la surfista Nancy (Blake Lively).

La fórmula es sencilla: una sola situación, prácticamente el personaje principal en solitario y el estilo que dilata el tiempo hasta lo impensable recurriendo a la tras- lúcida fotografía de Flavio Martínez, la vibrante partitura de Marco Beltrami y la tensa edición del experimentado Joel Negron. Por supuesto, la técnica no hace una buena película, pero el enfrentamiento entre Nancy y un tiburón es realmente inspirado, como en esos viejos filmes de los 70 donde la naturaleza era aún una amenaza que sorprendía. Lo que aquí se recobra en toda su sencillez y con la efectividad que hay en una película cuya única pretensión es entretener.

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