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Ayer, mientras en la frontera de nuestro país con Guatemala continuaban internándose a México migrantes centroamericanos como parte de la tercera caravana rumbo a EU, y cuando la primera y segunda caravanas siguen avanzando por territorio nacional, a la franja de México con Estados Unidos continuaban arribando elementos del ejercito del país vecino —en un acto que exhibe de cuerpo entero la visión de Trump sobre el problema— e implementándose diversas medidas de aseguramiento —como alambres de púas— en varios puntos fronterizos, en un contexto de vociferantes declaraciones y retractaciones del presidente Donald Trump y de una cada vez mayor polarización de opiniones sobre lo que debiera hacerse con estas caravanas.
Todo ello, además, en medio de una inquietante pasividad por parte de los gobiernos de Honduras, Guatemala, El Salvador, México y Estados Unidos, que al parecer no hallan cómo dar respuesta a lo que claramente ya rebasó la magnitud de crisis migratoria y humanitaria para casi constituirse, o potencialmente poder hacerlo, en un auténtico éxodo masivo de centroamericanos en busca de oportunidades y una vida libre de violencia.
La complejidad de este fenómeno, con sus múltiples implicaciones humanitarias, legales, diplomáticas, pero especialmente económicas y de seguridad, y sus causas —falta de desarrollo y de oportunidades, crimen organizado trasnacional y bandas de maras en los países expulsores—, claramente han rebasado a todos los Estados de la región.
Y ahora el problema mayúsculo de esta enorme bola de nieve en que se ha convertido la migración centroamericana hacia EU, y que crece a cada minuto mientras las condiciones sociales que la detonan no se modifiquen, es que no parece asumirse con franqueza, por parte de los gobiernos de la región, que se trata de un fenómeno con un origen sistémico, relacionado directamente con el crónico subdesarrollo heredado de épocas coloniales, pero también estrechamente ligado a la globalización, que rebasa fronteras e incide en la vida y economía de las personas.
Por ende, la solución a esta crisis migratoria, que todo indica podría continuar in crescendo de no hacer algo, necesariamente deberá implicar a todos los gobiernos de la región en el diseño e implementación de planes y políticas de desarrollo que desincentiven la migración. Resulta increíble que a estas alturas no se haya dado una reunión de alto nivel entre presidentes o ministros para encarar el éxodo.
Paradójicamente Estados Unidos, le guste o no a Trump, deberá ser el país que más aporte a estos esfuerzos, en proporción a la dimensión de su economía, pero también acorde a su responsabilidad histórica.
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