La organización tripartita del Estado, desde los tiempos de Montesquieu, tiene una razón de ser. La idea de que deben existir pesos y contrapesos entre los poderes del Estado es uno de los pilares fundamentales para la estabilidad del Estado de Derecho. Efectivamente, bajo ese modelo de Estado en donde las leyes se hacen según la voluntad del pueblo, tras una deliberación razonada y razonable para lograr una mejor convivencia social, éstas se ejecutan o administran por otro poder, también elegido directamente por el pueblo, y se hacen obedecer por un tercer poder, que lo constituyen los jueces. En el momento en que cualquiera de esos poderes pierda su calidad soberana, esto es, su calidad de no depender de otro o de no estar sometido a otro, se pierde el equilibrio de la balanza. Eso puede llegar a suceder y, de hecho, ha sucedido: que un poder disminuya a otro por medio de acciones políticas, reformas legislativas o por la fuerza. En esos casos, el poder de hacer y ejecutar las leyes o el de hacerlas y administrarlas, recaería en las manos de una sola persona o conjunto de personas. El peligro de ese movimiento orgánico es bien conocido y la historia nos ha dado más de un ejemplo para sospechar de sus posibles ventajas.

Sin embargo, también existe otra forma de someter la soberanía de uno de los poderes del Estado que no es por medio del sometimiento de un poder a otro, y es cuando se somete a la revisión de otra institución pública (sea esta independiente o no) las acciones para las que está facultado ejercer a ese poder. En ese caso, el que se constituye en soberano es la institución revisora y no la institución de origen soberana.

Como lo he dicho antes, este tema es tan viejo como la ilustración y tan moderno como los modelos actuales de Estado de Derecho. Pero lo comento de nueva cuenta porque ha llegado a mis oídos que se discute la posibilidad de que las Comisiones de Derechos Humanos en el país revisen decisiones administrativas y jurisdiccionales; esto es inadmisible a todas luces. La Constitución Política es sumamente clara al respecto. Cuando establece las facultades de las Comisiones de Derechos Humanos en el 102 constitucional, en su apartado B, párrafo tercero, dice: “Estos organismos no serán competentes tratándose de asuntos electorales y jurisdiccionales”. Es decir, la Constitución política de nuestro país no les otorga facultades a las comisiones de derechos humanos para interferir en cuestiones que están bajo el escrutinio judicial.

Las razones de esto han sido muy claras desde su creación. Incluso, uno de los grandes promotores en México de la figura del ómbudsman, quien fue en realidad nuestro primer ómbudsman, Jorge Carpizo, insistió en algunas de ellas. Existen, por lo menos, dos razones fundamentales por las que las Comisiones de Derechos Humanos no deberían tener facultades para revisar ni las decisiones ni los ejercicios judiciales, y no necesariamente se tratan de razones derivadas de la locura, ni de la sinrazón.

Pensemos, en caso de que el ómbudsman se convierta en un revisor de la labor judicial, primero, los jueces perderían la columna vertebral de su función: la autonomía y la independencia. Esto sucedería, porque entonces los jueces servirían a la perspectiva de una institución ajena a la jurisdiccional. En ese sentido, las comisiones, por su lado, se convertirían en tribunales de alzada frente a los tribunales ordinarios haciendo de estos una figura baladí. Segundo, porqué la figura del ómbudsman se desvanecería; dejaría de existir. Si la función de las Comisiones es la de desazolvar las relaciones entre ciudadanos e instituciones del Estado para que se respeten los derechos humanos, darle esta capacidad de “sanción” (en vez de la de recomendación), las comisiones dejarían atrás su carácter puramente administrativo y recomendatorio, para convertirlo en jurisdiccional y sancionador. En ese caso, las comisiones desaparecerían; dejarían de ser la figura del ómbudsman que conocemos y se constituirían en tribunales judiciales ordinarios.

El hecho de que la Constitución no haya otorgado facultades a las Comisiones de Derechos Humanos desde un inicio en cuestiones ni administrativas ni jurisdiccionales de los poderes judiciales, es por razones de lógica orgánica del Estado y no por capricho político ni por protecciones ilegítimas de un poder frente a organismos autónomos. Las necedades no son de quienes ven la lógica de la ley, sino de aquellos que insisten en medidas que suenan bien, pero que se ejecutan mal. No confundamos las peras con las manzanas, no se nos olvide que la independencia judicial está en el ámbito de lo no-negociable, no podemos jugar con el pilar más sólido de la democracia.

Embajador de México en los Países Bajos

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