La intentona de alargar el periodo del Gobernador en Baja California, me hace pensar que a veces se nos olvidan los referentes esenciales sobre los que descansa nuestra democracia, como si la misma hubiera enraizado entre nosotros hace siglos, y no fuera una adquisición reciente como en realidad lo es.

El régimen republicano y representativo de nuestro país determina que periódicamente estemos convocados a las urnas para renovar nuestra representación política, derivado de que el poder se ejerce dentro de mandatos ciertos y predeterminados, y que cambia de titulares mediante el ejercicio del sufragio popular.

Si bien los mandatos suelen ser de seis y tres años —aunque los hay de 4 años—, la reforma electoral de 2007 modificó excepcionalmente esta duración al obligar a las entidades federativas a compactar sus calendarios electorales, ya que solo en 13 de ellas, más el Distrito Federal, había total concurrencia con las elecciones federales, pero en 18 no, cuestión que generaba una dispersión de fechas que obligaba a los partidos políticos a estar permanentemente en campaña.

Se abrió así un periodo de transición, como desde 2007 lo denominó la SCJN, que impuso la adecuación de las fechas de las elecciones, la duración de los mandatos y las fechas de toma de posesión y de culminación del encargo de gobernadores, diputados e integrantes de ayuntamientos. Lo que en ningún momento se modificó fue el criterio legitimador del sufragio popular, a través del cual concurrimos a determinar a nuestros representantes, a los partidos o coaliciones con las que triunfan, el cargo para el que se eligen, la duración del respectivo mandato, y los derechos, obligaciones y garantías asociados al encargo, las cuales los acompañarán durante el tiempo para el que fueron elegidos.

Desde este punto de vista, es inconcebible que una vez ejercido el voto se modifique alguno de estos componentes, para prorrogar o extender el mandato conferido más allá del periodo para el que se fue electo, aún y cuando la iniciativa provenga de un Congreso, pues éste no puede, bajo ninguna circunstancia, suplantar la legitimidad democrática de la voluntad popular y privar a la ciudadanía de su derecho a elegir.

La fuerza del mandato popular que acompaña a los representantes populares de principio a fin, hace inviable el pretendido derecho a botarlos, echarlos o despedirlos a través de mecanismos como la revocación del mandato, cuando la misma no se encuentra prevista con anterioridad al llamado a las urnas, porque hacerlo supondría privar de sus efectos al mandato originario otorgado por los electores, en franca contravención al sentido de su inicial voluntad y en abierta vulneración al derecho a acceder y desempeñar el encargo, y a permanecer en él durante todo el tiempo para el que se fue elegido.

Más aún, cuando la revocatoria funciona como un instrumento de ratificación de las acciones de gobierno, en una especie de reivindicación del derecho a controlar los actos de nuestros representantes, lo cual no suena mal, siempre que se tenga claridad en torno a qué se va evaluar, cómo, cuándo y con qué efectos.

Por ello, el derecho a votar y a ser botado convergen en la exigencia de previsibilidad en las reglas sobre las bases y las condiciones para acceder al ejercicio del poder, y para dejar de ejercerlo una vez que se adquiere la investidura, legitimándose recíprocamente en la necesidad de hacer valer la suprema autoridad del pueblo frente a la autoridad de los gobernantes.

En este sentido, nada es admisible por encima de la voluntad popular, ninguna autoridad puede pretender asumir la titularidad de una potestad decisoria que corresponde al electorado, y a nadie le está permitido desconocer el mandato representativo conferido mediante el voto. Corresponde ahora la intervención de la SCJN para corregir este intento de fraude constitucional, y dejar en claro que ningún poder constituido puede contrariar la voluntad popular actuada y expresada como poder soberano en las elecciones.



Académico de la UNAM. @CesarAstudilloR

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