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La propuesta de amnistía de Andrés Manuel López Obrador ha generado un acalorado debate en torno a sus alcances. ¿Quiénes serán los beneficiados de este programa? ¿Se trata de una amnistía en el sentido estricto de la palabra, de indultos a ciertas personas elegidas por el presidente o de un mecanismo transicional de justicia? En las fechas posteriores al debate, algunos de sus asesores, y el propio López Obrador, han intentado aclarar de qué se trata. En la entrevista que se le hizo en el Tecnológico de Monterrey, el candidato habló de campesinos que siembran amapola, a falta de otros cultivos económicamente viables. Se ha hablado también de mujeres transportistas de sustancias ilícitas (que reciben fuertes sanciones por un delito no violento y en el cual incurren frecuentemente por necesidad económica) y, de forma más general, de los grupos sociales más vulnerables: jóvenes pobres que sólo encuentran una fuente de ingresos en el crimen.
La propuesta de amnistía no es nueva. En 2015, la bancada de Movimiento Ciudadano en la Cámara de Diputados presentó una iniciativa a favor de las personas sentenciadas por consumo o posesión de marihuana. En 2017, Jorge Álvarez Máynez presentó otra para indígenas a quienes no se les hubiera garantizado el acceso a la lengua de la que son hablantes. Hace unos días, la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México aprobó una ley de amnistía para personas que fueron detenidas, procesadas o sentenciadas en el contexto de manifestaciones públicas entre 2012 y 2015.
La propuesta de liberar a personas que han sido injustamente encarceladas es acertada. Por nuestro sistema penal pasan miles de personas cuyo principal falta es ser joven y pobre, portar tatuajes y tener la piel morena. El sistema penitenciario está lleno de personas detenidas por policías que cumplen cuotas de arrestos con casos de robos menores, portación de sustancias ilícitas o delitos de lesiones. La gran mayoría de las personas encarceladas en el país están ahí por delitos cuyas detenciones se realizaron en flagrancia, porque son los más fáciles de detener, procesar y sancionar. El discurso político de la mano dura ha agravado el problema. Sin interesarse por los efectos negativos que pudiera generar, gobierno tras gobierno ha hecho de la expansión del sistema penal y el encarcelamiento su principal bandera contra la inseguridad. El efecto, sin embargo, ha sido contraproducente. El sistema penal, que rara vez castiga a los culpables, empobrece, aún más, a quienes procesa y a sus familias. Genera, además, la percepción de injusticia y falta de legitimidad de las instituciones penales y del Estado mismo. Es, en este contexto, la manifestación de un Estado que castiga la pobreza, anima la ineficiencia y premia la corrupción.
Si lo que se busca es la justicia social, es difícil no estar de acuerdo con una propuesta de amnistía a campesinos cultivadores de plantas ilícitas, indígenas que no tuvieron traductores en el proceso penal, jóvenes acusados de posesión o mujeres transportistas. Las propuestas, sin embargo, apenas rascan la superficie. Sin cambios reales a las instituciones que llevaron a que estas personas fueran encarceladas, los espacios penitenciarios liberados serán mañana llenados nuevamente con otros campesinos, jóvenes, mujeres pobres y más indígenas. Sin fiscalías funcionales que tengan como prioridad la investigación y persecución de los delitos más graves; sin policías de carrera bien capacitados y capaces de resguardar evidencia; sin defensores públicos suficientes y preparados; sin una política de drogas más inteligente, las libertades que cualquier ley de amnistía conceda serán nuevamente coartadas.
La amnistía no basta ni resuelve el problema de fondo, pero es un buen comienzo. Por ahora, sirve para traer al debate el complejo problema que hoy nos ahoga: un sistema penal disfuncional de punta a punta y una política de drogas indefendible. Ojalá hacia allá transite la discusión electoral.
División de Estudios Jurídicos. CIDE
@ cataperezcorrea