La obra continúa en su segundo acto, que tal vez sea tercero. El Senado, por sugerencia del Poder Ejecutivo, abrió una convocatoria pública para escuchar a las organizaciones sociales en torno al tema del proyecto de Ley de Seguridad Civil. El resultado era el esperado: algunos matices a la redacción y la radicalización de quienes pretenden que no se emita la ley por ningún motivo, sin importar su contenido, ni sus efectos jurídicos.

Una amable lectora puso el punto en la llaga. Lo que sucede es que algunos grupos e individuos identifican al gobierno (sin importar su procedencia ideológica) con una partida de bandidos y lo que se haga o deje de hacer es intrascendente. La única autoridad aceptable es la de ellos y la auténtica verdad para ellos es la que circula en las redes sociales. Una ola de anarquismo se expande lentamente por la sociedad sin dirigencia, ni estructura orgánica. Es una hidra de mil cabezas que en ocasiones lidera un poeta o un actor progresista, pero que no tiene propósito identificable y si se convierte en un instrumento útil para la delincuencia.

En este escenario del absurdo, en el que los narcotraficantes son los buenos, y las fuerzas armadas las malas, ninguna Ley de Seguridad Interior cuadra a sus opositores. No es una cuestión de consultas a la ciudadanía, es una estrategia de entorpecimiento de la acción gubernamental que acaba perjudicando a la sociedad.

El problema es claro: el ejército y la marina realizan labores de seguridad pública ante la insuficiencia de los cuerpos policiacos y requieren de un marco jurídico para su actuación. El proyecto de Ley que se propone no es otra cosa más que eso. Las fuerzas armadas, como cualquier otra autoridad, en su desempeño están sujetas a lo dispuesto por el artículo primero constitucional y, por lo tanto, deben promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, en todo momento. Si se quiere agregar una frase similar a la minuta legislativa, adelante, “albardo sobre aparejo”.

La alharaca abre el espacio a los juristas –como López Ayón- para teorizar sobre el “fetichismo jurídico”, que supuestamente consiste en que hay una creencia que la solución de los problemas se reduce a la emisión de una ley. Enfermedad que también padeció el proyecto de Justicia Cotidiana que dirigió él mismo por encargo de la Presidencia. Si se quiere agregar que en un año habrá policías eficientes, que se añada, pero eso sí es fetichismo jurídico.

Lo cierto es que es una oportunidad para que quienes no participaron directamente en la elaboración del proyecto o fueron excluidos expongan la forma –por supuesto mejor- por la que ellos hubieran optado para proponer una regulación de una realidad existente. El Presidente Peña Nieto fue enfático en la OCDE: los aliados en el caminar de un gobierno se van perdiendo.

El proyecto de Ley define conceptos como uso legítimo de la fuerza y lo constriñe a la racionalidad y proporcionalidad, establece un acto jurídico –combatible por definición- para iniciar una intervención de las fuerzas armadas y federales, excluye absoluta y expresamente a las movilizaciones de protesta social o las que tengan un motivo político electoral de la características de una amenaza a la seguridad interior, da elementos para identificar una amenaza de seguridad interior y la delimita en espacio geográfico, intensidad e instituciones vulneradas, establece el contenido de la declaratoria de protección de seguridad interior y determina competencias a las distintas autoridades federales, con la condición que, en ningún caso, podrán sustituir a los órdenes de gobierno.

Nada peligroso, al contrario, un marco mínimo que limita el uso de la fuerza legítima. Alguien debe tener el monopolio de este ejercicio de la fuerza, de lo contrario viviríamos en un caos en el que el derecho lo impone el más fuerte (león) o sagaz (zorra). Este proyecto legislativo no pretende resolver los problemas de seguridad pública que padecemos, quien lo crea no lo ha leído con detenimiento, ni militarizar el país, quien lo sostenga está confundido en lo que es un gobierno o sirve de instrumento involuntario de grupos delincuenciales a los que los soldados y los marinos les estorban.

Lo que me llama la atención es que haya quien se oponga a que previo a la intervención de las fuerzas armadas ante una amenaza de seguridad interior deba seguir un procedimiento público en los órganos de representación democrática y, por lo tanto, se convierte en un acto de autoridad combatible ante el Poder Judicial de la Federación. Es paradójico que los organismos de protección de los derechos humanos y las universidades públicas prefieran la anomia en la que se vive.

En este contexto, como espuma, surge del inconsciente la pregunta: ¿A quién le conviene un gobierno débil? O ¿a quién beneficia unas fuerzas armadas vulnerables y desprestigiadas? No pocas veces los protestadores sirven a intereses que no conocen, ni mucho menos entienden.

Profesor de Posgrado de la Universidad Panamericana
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