A la par de ir midiendo y evaluando el daño –interno, bilateral, regional, con ONG y organismos y agencias multilaterales- que dejarán tanto las esquirlas de la granada de mano que nos lanzó Donald Trump con su amenaza de imponer aranceles punitivos con tal de orillar a México a detener la transmigración centroamericana, así como las secuelas de nuestras acciones y respuestas en materia migratoria, hay otro tema que en su momento voló por debajo del radar y que en el actual contexto de crisis en la relación bilateral, no podemos perder de vista, ya que se yergue peligrosamente para nuestros intereses con Estados Unidos.

A principios de año, la entonces vocera de la Casa Blanca, Sarah Sanders, declaró –falsamente- que 4,000 terroristas habían cruzado de México a EU en 2018. El 12 de marzo, Trump dijo al sitio web de extrema derecha Breitbart News que estaba considerando “muy seriamente” designar a las organizaciones narcotraficantes mexicanas como Organizaciones Terroristas Extranjeras (o FTO, por sus siglas en inglés). “De hecho, lo hemos estado pensando durante mucho tiempo”, agregó. Semanas después, los Representantes Republicanos de Tennessee, Mark Green, y Texas, Chip Roy, propusieron lo mismo a través de una carta al Secretario de Estado Mike Pompeo (quien es el responsable de emitir la designación), con el objeto de confrontar a esos grupos criminales más agresivamente. Para muchos a ambos lados de nuestra frontera, parecería una idea lógica o incluso inocua, dada la secuela de violencia, muerte e intimidación que han dejado a su paso las organizaciones narcotraficantes que operan en suelo mexicano. Pero es una decisión que podría acarrear graves consecuencias en muchos frentes, y a la cual México debe oponerse férreamente.

Desde 1997, el gobierno estadounidense ha etiquetado a más de 60 grupos extranjeros como organizaciones terroristas, y Trump podría imponer esta designación a organizaciones narcotraficantes en México mediante una orden Ejecutiva, sin la aprobación previa del Congreso. Esa designación –que es una decisión eminentemente política y diplomática más que una de si dicha connotación encaja o no con la realidad y el perfil de esos grupos- va de la mano con toda una serie de sanciones y medidas. Van desde reducir los programas de cooperación bilateral con la nación en la cual operan esos grupos designados como terroristas y la suspensión de corresponsalías de bancos de ese país con el sector bancario y financiero estadounidense o restricciones en la cooperación bilateral –incluyendo inelegibilidad de préstamos e inversiones del ExImBank- hasta la autoridad al Presidente de restringir o prohibir importaciones provenientes de ese país o la obligación de que representantes estadounidenses en organismos económicos multilaterales voten en contra de líneas crediticias y préstamos al país en cuestión. Ello quizá explica por qué, por ejemplo, los talibanes afganos nunca fueron designados como una organización terrorista con objeto de permitir a EU seguir trabajando de la mano y cooperando con el gobierno afgano, y entablar diálogo y negociaciones con los talibanes. Las secuelas inmediatas para México no solo se darían en torno a estos lineamientos; dado que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha dicho que estaría dispuesto a dialogar con las organizaciones narcotraficantes mexicanas, la designación imposibilitaría a cualquier instancia estadounidense, incluyendo a ONG de ese país, apoyar ese proceso y conllevaría potenciales efectos negativos para actores gubernamentales y de la sociedad civil mexicana involucrados en un proceso de diálogo o “pacificación” con “terroristas”.

Pero en el fondo, una eventual decisión de esta índole estaría basada tanto en un análisis perezoso y errado de política pública y de la realidad sobre el terreno como en buscar abonar a la satanización de México y los mexicanos, eje narrativo central de Trump desde su campaña y cara a los comicios de 2020. Aplicar paradigmas de combate al terrorismo contra el crimen organizado conlleva serios errores conceptuales. Cuando la única herramienta es un martillo, todo parece un clavo. Hoy cargamos con los efectos de haber usado de manera equivocada desde 2005 una herramienta medianamente eficaz contra el terrorismo –decapitar a sus liderazgos- al crimen organizado, con las terribles consecuencias de los efectos de atomización y balcanización de los grupos delictivos que seguimos arrastrando al día de hoy. La mafia siciliana no ha sido etiquetada como terrorista, y el crimen organizado en México no debe ser concebido como tal, por muy violento que sea. Este no tiene –como las FARC en Colombia, por ejemplo- agenda política o ideológica como tal, no busca destruir el estatus quo sino maximizar ganancias y más bien lo que quiere es poder seguir operando en la penumbra, aprovechando las estructuras del Estado, como un organismo parasitario y simbiótico. Además, los propios informes anuales del Departamento de Estado sobre terrorismo han estipulado, año con año, que no existe presencia de organizaciones terroristas en suelo mexicano. Y una eventual decisión de designación sería una herramienta más en la narrativa de Trump para convencer a un escéptica sociedad estadounidense de que la frontera mexicana representa una amenaza a la seguridad nacional de EU y que por ende hay que efectivamente gastar miles de millones de dólares en un muro, y para estigmatizar aun más a los mexicanos, en ese país y en el nuestro.

Habrá quienes argumenten que tanto las Administraciones de George W Bush y Barack Obama buscaron hacer lo propio en 2008 y en 2010, respectivamente. Es cierto, pero ambos gobiernos, cercanos a México, lo plantearon como una manera legal de abocar más recursos y capacidades para confrontar al narcotráfico y como parte de un esfuerzo bien intencionado, pero mal conceptualizado y canalizado, para apoyar a nuestro país. Ninguno de esos criterios animan hoy los amagues de Trump en esa misma dirección. De persistir esta idea en la Oficina Oval, el gobierno mexicano tendrá que cabildear -como se hizo en su momento ante las Administraciones Bush y Obama y de nueva cuenta en el Congreso estadounidense en 2011 cuando el Representante Republicano Michael McCaul también presentó una iniciativa de ley para dicha designación- en contra de esta posibilidad. No podemos ni debemos quedarnos de brazos cruzados. Habrá que articular datos duros para explicar tanto el perfil y características de las organizaciones narcotraficantes mexicanas. Y tendremos que combatir el caballito de batalla de la extrema derecha estadounidense –y que se regurgita de manera periódica en sus portales de noticias, ahora en el contexto de que supuestos terroristas fundamentalistas se esconden al interior de las caravanas de migrantes- subrayando la ausencia de organizaciones terroristas en territorio mexicano, tal y como lo ha estipulado el Departamento de Estado o incluso un informe reciente del Comando Norte de las Fuerzas Armadas estadounidenses publicado hace unos meses por Newsweek en respuesta a las declaraciones de la vocera de la Casa Blanca, y en el cual se estipula con claridad meridiana que no se prevé que organizaciones terroristas busquen establecer presencia en México o sinergias con narcotraficantes mexicanos.

Permitir que la Administración Trump concretase la designación del narcotráfico mexicano como organizaciones terroristas sería un clavo más en el ataúd al cual quiere consignar el mandatario estadounidense la relación bilateral construida con tanto trabajo y empeño entre ambas naciones durante las últimas dos décadas y media.

Consultor internacional

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