El neologismo “posverdad” entró al Diccionario de la lengua española en 2017, un año después que el Diccionario Oxford de lengua inglesa encumbró postruth como la palabra del año. La fuerza de la palabra y su notoriedad tiene dos razones: la rapidez con la que los seres humanos comunican sus ideas, i.e., internet y sucedáneos; y el dominio de la opinión pública de personas en cuyos genes debe haber unos “cromosomas posverdad”.

A Trump le debemos buena parte del auge de la posverdad, cuyo fin, como lo saben los incondicionales del presidente estadounidense, radica en distorsionar deliberadamente la realidad para moldear la opinión pública e influir en las actitudes sociales. Espero que los diccionarios no acuñen, como ha sucedido con términos bienvenidos, i.e., “kafkiano”, “orwelliano”, “quijotesco”, la palabra trumpismo.

La palabra “posverdad” es vieja, quizás tanto como el origen de la humanidad. Ignoro cuándo se acuñó la vieja idea, “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”, sentencia harto escuchada y veraz. En sociedades desinformadas, como las actuales, la posverdad florece: cuestionar requiere lecturas y sin lecturas la capacidad de disentir y diferenciar es nimia. Trump y sus sesenta millones de acólitos como ejemplo: diga lo que diga, haga lo que haga, no diga lo que debería decir, no haga lo que debería hacer, sus seguidores serán siempre fieles.

Trump y los otros trumps llegaron para quedarse: sus discursos distorsionan, sin miramientos, hechos objetivos, se nutren de emociones, crecen gracias a la desinformación, contagian creencias y siembran promesas falsas. Sin una cimiente sólida, ¿cómo decir “no”?, ¿cómo contradecir?

El destino no sólo nos ha alcanzado, nos ha rebasado —robo el título de la película, Cuando el destino nos alcance—: la posverdad se reproduce y se contagia con facilidad. Y no hay cómo pararla: su fácil contagio la ha convertido en una nueva enfermedad cuyos efectos sociales se viven por doquier: Estados Unidos, Brexit en Inglaterra, Bolsonaro en Brasil, el partido ultraconservador en Polonia y… etcétera. Buena razón para temer a los efectos negativos de la posverdad, amén de los enunciados, es que, a pesar de que vivimos en la era de la información, la desinformación y la posverdad triunfan. Tremenda paradoja: somos testigos in vivo de incontables sucesos, positivos o negativos, y un tuit o unas palabras sin sentido borran la realidad. Sembrar y crear paradojas es parte de la condición humana. La posverdad no es una enfermedad simple, es una epidemia. Quienes la padecen, jamás se inmunizarán. Inmenso brete.

Renglones atrás escribí que la posverdad debe ser tan vieja como la humanidad. La literatura y la vida lo saben. Cito, lo he hecho en otros artículos, unos fragmentos de La Roca (1934), de T.S. Eliot. Los versos dan cuenta del fenómeno posverdad,

“Invenciones sin fin, experimentos sin fin, nos hacen conocer el movimiento, pero no la quietud, conocimiento de la palabra, pero no del silencio, de las palabras, pero no de la Palabra.

“¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento?

“¿Y dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?”.

La degradación de la condición humana, del afán por nutrirse de la sabiduría, es signo de nuestros tiempos. Muchas décadas han transcurrido desde las admoniciones de Eliot, las cuales, además de veraces, se han agravado. La sabiduría y el conocimiento al cual apelaba el poeta, en lugar de multiplicarse han mermado debido a la mínima e inadecuada información de las sociedades modernas, muchas regidas por cánones religiosos o ultra religiosos. El ser humano es paradójico: de nada sirve que en nuestros tiempos el conocimiento se reproduzca ad nauseam.

Problema y paradoja humana, por más absurdo que resulte, es generar información y crear, crear en término amplio: desde la ciencia cuya información se utilizó para generar la bomba atómica hasta internet, cuyo propósito inicial, informar y acercar, se ha desvirtuado, sin obviar los devastadores efectos de la tecnología sobre el ser íntimo de las personas y sobre la Tierra.

Reescribo las oraciones previas: las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki mataron a 250 mil personas, la mitad al instante y el resto por enfermedades cancerígenas. Internet, y otras formas de comunicación moderna, Facebook y sucedáneos, matan poco —chicas que se suicidan por ser expuestas en las redes— pero modifican la arquitectura íntima de las personas. El ser humano del futuro, más cercano que lejano, será diferente. Queda por saber qué sigue después de la Epidemia posverdad.


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