En todos los años desde que el gobierno iraní le prohibió a Jafar Panahi hacer películas —ya nueve, de hecho—, el director nunca me había dado la impresión de ser tan libre como en Tres rostros ( Se rokh , 2018). Antes de este filme hizo otros tres, de entre los cuales destaco el primero, Esto no es una película ( In film nist , 2011), donde Panahi se filma a sí mismo explicando su siguiente proyecto. Si no puede filmarlo, puede verbalizarlo, pero después de un rato se detiene y se quiebra: si pudieran contarse las películas, se pregunta el director, ¿para qué hacerlas? Panahi dedicó los años posteriores a filmar de forma clandestina pero a menudo con resultados didácticos y acaso obvios. Se admira su tenacidad pero no tanto la obra. Sin embargo, en Tres rostros Panahi crea al fin una película al nivel de su lamento. Por primera vez en mucho tiempo, es difícil de explicar su trabajo en palabras porque se acomoda solamente en el lenguaje de lo visible. Sospecho que algo tuvo que ver el recuerdo de Abbas Kiarostami.

Panahi asegura que escribió el guión de Tres rostros cuando Kiarostami estaba aún vivo, pero es difícil no pensar en el maestro iraní cuando vemos los largos planos en el interior de un auto y la búsqueda de una muchacha en un remoto pueblo donde la gente ni siquiera habla el persa de Teherán. A principios de los 90 Kiarostami estrenó La vida continúa ( Zendegi va digar hich , 1992), donde un director busca al joven protagonista de una película suya tras el devastador terremoto de 1990. Lo que encuentran él y su hijo es más bien un nihilismo benigno que empuja a los sobrevivientes a buscar la satisfacción, aun rodeados por la muerte. La similitud entre ambas películas es básica pero insoslayable, sobre todo cuando nos encontramos con un estilo que respeta los ritmos de la realidad y una serie de largas conversaciones sobre aparentes trivialidades que revelan, en Kiarostami, la torpeza humana en su búsqueda de sentido; en Panahi subrayan las limitaciones de las mujeres en una sociedad aferrada a la tradición.

Algunos elementos que complicaron el éxito, por ejemplo, de Taxi Teherán ( Taxi , 2015), incluyen la pobre actuación de Panahi y las limitantes de filmar una película como si se tratara de un programa de cámara escondida. En Tres rostros nos encontramos con un filme donde la cámara se mueve poco no por el miedo a que la vean las autoridades, sino porque busca la naturalidad que el cine iraní termina traicionando tan bien. Después de ver en el teléfono el supuesto suicidio de la muchacha que va a buscar con Panahi, la estrella Behnaz Jafari tiene sus dudas. ¿No tenía Panahi un guión idéntico en mente y que quería que ella protagonizara? Esencialmente sí, pero no era el Panahi en pantalla sino el que existe afuera de ella, en la realidad. Jafari absorbe los largos planos en el auto con su vasto rango de emociones y compensa las flaquezas del Panahi actor, pero él mismo mejora en esta trama que, si bien expresa la opresión masculina, parece también decidida a esconderse entre las casas y las carreteras arenosas.

A menudo Panahi ignora los sucesos más dramáticos en la película y los entierra ya sea en la perspectiva de un personaje que no participa en ellos o en la elipsis. Hacia el final suponemos quién, cuándo y cómo dañó el parabrisas de un auto pero, en vez de capturar la violencia, Panahi la sugiere y busca que su audiencia colabore en la creación de la narrativa. Un personaje esencial para la trama sólo aparece desde lejos y se describe en las palabras de quienes la conocen. Si Orson Welles le contaba a Peter Bogdanovich sobre el formidable suspenso de presentar a un tal Mr. Wu del que se había hablado durante dos tercios de una película, Panahi nos fuerza a inventar a la mujer misteriosa que da asilo a las desprotegidas. En Tres rostros lo desconocido y lo sutil es lo que más se nos invita a conocer, y en esa contradicción Panahi no abandona lo político sino que lo integra a las ambigüedades del mundo.

Twitter:@diazdelavega1

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