¿Cómo contar la historia de uno mismo?, ¿sobre todo cómo contar la huella de la infancia y la adolescencia en quien uno es ahora?, ¿cómo escoger del bagaje caótico de los recuerdos aquellos que cincelaron nuestra educación sentimental? En la novela El arte del engaño (Universidad Autónoma Benito Juárez de Tabasco, 2023) Álvaro Ruiz Abreu, a través de su alter ego, Arturo González, oriundo de El Porvenir, pequeño poblado tabasqueño entre el mar y el manglar, nos lleva al momento distante por distinto, antes de la era globalizada, en que la llegada del cine a aquella población de cocotal y pesca, luego ganadera y petrolera, ensanchará las vidas de sus habitantes y permitirá sobre todo leer la vida en clave de cine. Arturo, a petición de un curioso psicoanalista, Marcos Heder, escribe un informe sobre sí mismo. Se dedica a poner al día la memoria. La novela es un híbrido tan pronto viaje a la infancia cuando el cine Victoria cambió la vida de El Porvenir, como un coro de voces múltiples que comparten el peso y el paso del cine en sus vidas y los argumentos de varias películas de la época de oro del cine mexicano. Nos sumergimos en un anecdotario donde desfilan los miembros de la familia González, dueños de la tienda que fundara el abuelo. Un día, uno de los comerciantes que está muy atento a la modernidad le endilga, esa es la palabra, al padre de Arturo los proyectores y unas latas de películas y le dice que ese es el futuro, que luego le pague. Y no se equivoca. El futuro es la ventana que se abre al mundo y a las historias ajenas, la ventana es una sábana que cuelga a la intemperie. Diez años después, el tío Luis Antonio, mujeriego, simpático y echado para adelante, casi el Pedro Infante local, es quien emprenderá la construcción del cine que llevará el nombre de Victoria y que con su gran altura y sus butacas de madera será ese barco donde zarpa la población hacia la promesa dorada del cine nacional. La mujer del Puerto, Enamorada, Salón México, El rey del barrio, con sus ídolos Pepe Guizar, Joaquín Pardavé, Luis Aguilar, Tin Tan, María Félix, Pedro Armendáriz, Elsa Aguirre, Miroslava Stern, Silvia Pinal, un largo etc. y desde luego Pedro Infante. Las vidas empiezan a cantar y contar en melodrama.

El año de 1957, cuando el sismo de la Ciudad de México tiró a la victoria alada y la dejó descabezada y escamas doradas tiñeron la glorieta del Ángel de la Independencia, es el pivote para este reporte en el que se esmera Arturo González, es también el año en que Tizoc se proyecta en el Victoria y en que el avión que piloteaba Pedro Infante se desploma cerca de Mérida. El ídolo de la sonrisa afable, el simpático bonachón, uno de los Tres García o de los Tres huastecos, el de Amorcito corazón, Pepe el Toro enluta al país y desde luego a El Porvenir.

El Victoria cerró para siempre en 1991, cuando la era del video, un Cinema Paradiso tropical donde los espectadores suspriaban al unísono. El informe de Arturo González toca nuestra puerta recordándonos que de alguna manera todos llevamos un cine Victoria dentro. El arte del engaño ocurre en la narrativa del cine y la novela; la escritura rescata la memoria y su invención. Hay en esta gloria y ruina del cine Victoria una posibilidad de transportarnos a los asombros primeros y a la manera que se descorrió el mundo para un niño y un joven que llegó para siempre a la Ciudad de México, esa ciudad que conoció primero en el cine.

“ … esa sombra, la del cine todas las noches, no me la quitaría jamás, (…) te dejaba con la sensación de haber hecho un largo e inesperado viaje, esa cosquilla de que en este pueblo, tan parecido a Macondo y a Luvina y muy lejos de la Santa María de Onetti, se quedaban para siempre mis ojos y mis deseos más remotos.”

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