Qué elocuentes imágenes abren Las niñas bien (2018), de Alejandra Márquez Abella. La protagonista, una habitante de las Lomas de Chapultepec, fantasea con su fiesta de cumpleaños mientras se prueba un vestido para la ocasión. Su sueño es que todos la miren y que aparezca Julio Iglesias entre los invitados para llevársela a vivir al Corte Inglés en España. La imaginación de Sofía (Ilse Salas) es como la de un publicista, de esos que diseñan los comerciales para Dolce & Gabana. ¿O es, quizá, producto de todo aquello? Claramente Sofía es el apéndice de una sociedad donde la apariencia y la diplomacia son más importantes que la realidad, anunciada en la televisión como el rumor de una flota extraterrestre que viene a colonizarnos. Sofía tiene cosas más importantes que hacer, como observarse multiplicada en el espejo en una simulación de lo perfecto y lo inalterable. El orgullo —dicen los católicos— precede a la caída.

Durante la fiesta de cumpleaños es difícil —o para mí lo fue— no pensar en La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993), de Martin Scorsese. Márquez Abella no hace en su película una mera narración del evento sino una crónica detallada que incluye el menú. En un travelling nos encontramos con copas de vino, entremeses, un carpaccio rojo, suculento, que, como otros planos —y platillos— en el filme de Scorsese, parecen diseñados para seducirnos. Sin embargo ese mundo fastuoso y ensoñado que nos presentan tanto Márquez Abella como Scorsese es sólo la superficie de unas relaciones tensas y crueles donde cualquier señal de individualidad es entendida como un acto separatista. El ostracismo es implacable, no tanto por su severidad, sino debido a la necesidad tan intensa que tienen los personajes por encajar. Este tema se redondea cuando en un restaurante los protagonistas le ladran al ex presidente José López Portillo tras el hundimiento del peso. Siempre hay alguien más abajo que nos una en su contra.

Para no dejar lugar a confusiones: Las niñas bien no es una celebración de su mundo sino una crítica implacable del privilegio. Narrativamente, su herramienta más importante me parece la ignorancia. Si en La edad de la inocencia la voz de una Edith Wharton ficticia nos ilustra sobre lo que implica una mirada desdeñosa o sobre el rol que cumplen ciertos personajes dentro de la alta sociedad neoyorquina del XIX, en Las niñas bien Sofía nos comparte su inmenso y devastador desconocimiento de todo. Es claro que no tiene idea de cómo funciona el negocio de su esposo ni, acaso, la vida que él lleva lejos de la casa y la oficina, pero en una escena se revela que su ignorancia no se debe al desinterés sino a la comodidad. Sofía no desea saber lo que pasa afuera del sueño y en ello representa no sólo su propia anomia social sino la de todo el grupo que la rodea. Aunque se sitúa a principios de los 80, Las niñas bien captura una serie de conductas que todavía se ven porque van hermanadas a la existencia de las clases dominantes y al conservadurismo necesario para retener sus prerrogativas.

Si Sofía suena como una mujer narcisista es porque su directora así nos la muestra. Ni ella ni sus amigas son admirables en absoluto sino tremendamente patéticas. Quizá muchos espectadores no perciban la mirada soberbia de Sofía como un signo de debilidad pero sólo se requiere de tiempo para notar que se trata de una máscara para complacer a otros y para sostener la dominación de su grupo. Esto, claro, hasta que desaparece el sustento económico. Así como Ana Paula (Paulina Gaitán), una mujer morena que dice la imperdonable palabra “provechito”, comienza a ser apreciada por su riqueza, Sofía conoce la expulsión por la crisis de los sacadólares. A partir de ahí Márquez Abella da un interesante giro en el tono de la película y lo que comienza como un sueño se revela como una pesadilla. El sonido y la original banda sonora expresan el terror de Sofía por los cuchicheos de las otras mujeres en su entorno y reflejan ya no sólo una sociedad excluyente sino una misógina y destructiva.

Más allá de sus cualidades estéticas, Las niñas bien es importante en el cine mexicano contemporáneo porque representa lo que para muchos se ha convertido en un deseo: el fin de la aristocracia. Su imagen delicada y elegante de un violento colapso es un sinónimo de nuestros días.

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