El personaje que irrumpió el sábado es un presidente de carne y hueso, ajeno a la parafernalia que acompañó a sus predecesores; un mandatario que se desplaza en automóvil Jetta y viaja en líneas comerciales, que no se hace acompañar por un convoy de camionetas blindadas y numerosos integrantes del Estado Mayor Presidencial; un líder que promete la Cuarta Transformación y el regreso de un Estado fuerte.

Arrancó el sexenio con dos discursos. El primero, en el Congreso, constituyó una condena severa al “neoliberalismo” que la tecnocracia impuso a partir de 1983, un modelo que desmanteló el Estado social; que ha favorecido a unos pocos pero ha tenido impactos devastadores en el orden social; que abandonó y depredó a la industria petrolera. Pero, importa subrayar, en contraste, la omisión a los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo (La Docena trágica), cuyo manejo desordenado de las finanzas públicas, el desbordamiento de la deuda externa, el autoritarismo y la corrupción, obligaron a Miguel de la Madrid a imponer una dura medicina: el Estado interventor dio paso al Estado mínimo y, con él, al “estancamiento estabilizador” y a una más clara connivencia del poder político con el económico.

El segundo discurso lo pronunció ante una multitud que desde temprano desbordó la plaza del Zócalo. López Obrador decidió no hablar desde el balcón central sino casi a ras de suelo, desde un templete. Más que un discurso fue una larga letanía de cien compromisos de distinta densidad, a la que agregó frases de nuevo cuño que parecen replicar las de algunos “redentores” en nuestra América como la de “no me pertenezco, le pertenezco al pueblo”.

En el hombre de Macuspana no hay poses, es auténtico y tiene la convicción —como lo entendía el general Lázaro Cárdenas— de que “el poder solo tiene sentido cuando se pone al servicio de los demás”. Quizás en esa autenticidad, en su esencia de redentor y modelo de virtudes cívicas, es donde reside la parte más inquietante del gobierno que inicia: su convicción de que recibió un mandato incontestable para imponerle al país un quiebre de proporciones históricas con sus consultas al pueblo —ejercicios ajenos a cualquier metodología mínimamente seria— y una receta “mágica” para combatir todo mal —la corrupción, el mayor de todos— que solo exige dos ingredientes: austeridad y honestidad.

Pero sus propuestas parecen más mirar hacia el pasado que al futuro, evocan el México de ayer, no el de hoy y menos el de mañana. Cien compromisos que perfilan la utopía y que exigirán para cumplirse miles de millones de pesos de una hacienda pública desfondada por los excesos, la ineptitud y por el peso del servicio de la deuda: con Enrique Peña Nieto la deuda pasó de 5 billones 352 mil millones de pesos, al cierre de 2012, a 10 billones 567 mil millones de pesos en octubre de 2018, sin que haya servido para generar bienestar común.

El peligro que acecha es la creencia de que un hombre bueno y su ejemplo bastan para redimir a los malos; que trabajar 16 horas y la voluntad de un solo hombre son suficientes para recuperar a la nación que perdimos; que en pleno siglo XXI es válido replicar modelos inscritos en una realidad abismalmente distinta.

No hay dinero que alcance, ni siquiera con austeridad y honestidad, para un gobierno que no sepa gastar. “Regala un pescado a un hombre y le darás alimento por un día, enséñales a pescar y lo alimentarás por el resto de su vida”, recuerda un viejo consejo. En contraste, repartir dinero solo incentiva la vieja cultura de estirar la mano.

Ante la duda sobre la responsabilidad del proyecto, la presentación del paquete económico y la propuesta de presupuesto de egresos serán muy importantes para valorar la viabilidad de lo que viene.

El Evangelio refiere el milagro de la multiplicación de los panes y los peces: En aquel tiempo, vio Jesús una gran multitud a la que comenzó a enseñarles; como se hizo tarde, sus discípulos le pidieron que los despidiera para que regresaran a sus lugares para comer, pero no fue necesario. El maestro tomó los dos panes y los cinco peces, que era todo lo que había, y levantando los ojos al cielo, partió los panes y los peces y se los dio a sus discípulos para que los distribuyesen. Y comieron todos hasta que quedaron satisfechos...

Parece que será necesario replicar el milagro para cumplir los cien compromisos, pero esta vez, no sería la multiplicación de los peces sino de los pesos.

Presidente de GCI. @alfonsozarate

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