El lunes 16 de mayo en su puesta en escena mañanera el presidente acusó a la UNAM de haber mandado a los estudiantes de medicina a sus casas durante la pandemia. “En vez de convocar a todos los médicos estudiantes a enfrentarla, a ayudar, se fueron a sus casas”.

Ese mismo día la UNAM respondió de manera clara y contundente: “fue la autoridad sanitaria la que… suspendió todas las actividades de los ciclos clínicos de pregrado solicitando a los directores de Hospitales y Jurisdicciones sanitarias que los estudiantes no acudieran a las instituciones de salud”. “También se impidió el acceso a los internos de pregrado en los hospitales de primer y segundo nivel de atención”. “Los pasantes de servicio social que se encontraban en unidades hospitalarias fueron, por instrucciones de la autoridad sanitaria, trasladados a centros de salud, para apoyar al Programa Nacional de Salud, donde continuaron prestando sus servicios de manera ininterrumpida”. “Cerca de 15 mil médicos residentes, estudiantes de posgrado de especialidad, estuvieron siempre presentes durante estos terribles meses… Los médicos, investigadores, docentes y estudiantes de medicina y enfermería de la UNAM se mantuvieron siempre en la primera línea de contención al virus SARS-CoV-2 y en la atención a pacientes infectados”. Y luego la UNAM enumeró un listado de “tareas adicionales” realizadas por sus integrantes.

Alguien, incapaz de aprender, esperaría que el presidente rectificara sus dichos descalificadores y mal informados. Pero no. No está en su naturaleza. Sus sentencias no requieren evidencia y si otro se las proporciona, nunca es suficiente para modificar su “planteamiento” inicial.

Así, como si la aclaración no existiera, dijo que había sido “malinterpretado” pero subió el volumen: “que la mayoría de los maestros eran aplaudidores del régimen de corrupción y estoy hablando de las ciencias sociales”, que la UNAM “se cubrió de derechismo” y que la encabezaba una supuesta “burocracia dorada”. No era la primera ocasión en que arremetía contra la UNAM. Unos meses antes llamó a “rebelarse” contra ella, lo que algunos interpretamos como una convocatoria a desestabilizar una institución a la que, por desgracia, no es difícil agredir.

Las declaraciones del presidente desataron, de forma inmediata, una potente ola de defensa de una institución que es valorada por la mayoría, e incluso entre sus seguidores se escucharon —lo que no es común— no solo deslindes de las afirmaciones presidenciales, sino una clara defensa de la UNAM.

La UNAM, como cualquier centro de educación superior masivo, tiene problemas. Cumple con creces su misión, pero no es ni podrá ser un espacio idílico. Pero las anulaciones gruesas, los prejuicios, las afirmaciones sin sustento, en nada contribuyen a atenderlos. Lo único que hacen es enrarecer el ambiente. Un ambiente de por sí recargado de “diagnósticos” improvisados y ocurrentes, como la UNAM lo demostró ante las expresiones presidenciales.

Creo —y espero equivocarme— que al igual que con otras instituciones centrales de la vida nacional, lo que disgusta al presidente es la autonomía que ejerce la Universidad. Autonomía necesaria para que esa casa de estudios sea lo que debe ser: un espacio para la docencia, la investigación y la recreación de la cultura y las artes, en la que conviven corrientes de pensamiento y escuelas académicas diversas. Una institución no alineada a credo político alguno y mucho menos a una voluntad.

Profesor de la UNAM
 

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