Estamos en la recta final. Y a unos días del día histórico la tragedia y el dolor siguen asolando a México. ¿Cómo podrán votar las y los ciudadanos libremente si el crimen organizado manda en vastas regiones del país? ¿Cómo hacerlo si una estructura gubernamental los amenaza y amedrenta todos los días con quitarle su pensión, su beca, el apoyo que les da el gobierno, si no votan por la candidata oficial? ¿Cómo estar tranquilos si la mentira y el cinismo es lo que permea y cuando esto ya no alcanza se empieza a hablar de fraude y de golpes de estado técnico cuando el único que tiene capacidad de cometer tal atropello es el gobierno? ¿Cómo no dudar de lo que pueden hacer si las revelaciones últimas relacionan directamente a cuadros distinguidos del oficialismo con el huachicol fiscal y el financiamiento ilegal de las campañas cómo ya lo había denunciado Porfirio Muñoz Ledo? Desde esa perspectiva son tiempos aciagos para la democracia. Pero México y su gente es más grande que la realidad alterna que nos han querido imponer.

Porque nadie con un mínimo de conciencia puede aceptar que los delincuentes actúen con toda impunidad a la luz del día y que las personas tengan que refugiarse en sus hogares, los nuevos cautiverios, las cárceles virtuales en las que nos han encerrado por miedo a esta violencia que ha convertido a este sexenio en el más sangriento de la historia. Nadie con un mínimo de dignidad puede permitir que nos mientan flagrantemente diciendo que estamos bien, mejor que nunca, cuando se murieron 800 mil mexicanos por Covid, cuando se pudieron evitar 300 mil de esas muertes, cuando quedaron 213 mil niñas y niños huérfanos por el manejo criminal de la pandemia. Nadie que se ponga en los zapatos del otro o de la otra puede aceptar que sus hijos salgan a divertirse y no regresen a casa porque fueron masacrados, o que se asesine en este país a once mujeres todos los días, o que haya madres buscadoras que con tan solo una pala en la mano escarben a lo largo y ancho del territorio nacional para encontrar a sus seres queridos y poderlos enterrar para tener un lugar donde visitarles y rezar. Nadie con un mínimo de decencia puede aceptar que 50 millones de mexicanos no tengan acceso a la salud porque se les ocurrió desaparecer el seguro popular, o como lo han demostrado los expertos se haya incrementado la pobreza extrema, es decir estén peor los más pobres entre los pobres. Nadie con cierto grado de empatía por los demás puede permanecer apático frente a la indolencia, la incompetencia, la crueldad de quien desde el púlpito presidencial se hace víctima todos los días dándole la espalda a los que sí lo son, y que es capaz de abusar de su poder para perseguir adversarios.

El grito de no me quiero morir recorre el país y nos estremece todos los días. Es el de un niño de once años, pero también el de los jóvenes y las mujeres. El de las madres y los padres. El de los miembros de las iglesias. El dos de junio tenemos un imperativo moral. La indignación, el dolor, la rabia tienen que traducirse en votos. En las urnas debe estar su castigo. Estamos obligados a honrar nuestra historia, a dejar atrás esta tragedia y a dar paso a una nueva etapa de prosperidad y reconciliación.

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