Norogachi, Chihuahua.

Los cerros redondos color café dominan el poblado de Norogachi, Chihuahua, comunidad rarámuri enclavada en la sierra. El frío comienza a sentirse y las nubes dominan el cielo azul de este poblado ubicado a 250 kilómetros de la capital del estado y a una altura de más de 2 mil metros sobre el nivel de mar.

Estos cerros, cuyos árboles esperan la llegada de la primavera, han sido testigos de los esfuerzos de Genaro González Bustillos por salir adelante y sobreponerse a su discapacidad intelectual. Su mal ocasionó que durante su niñez no hablara ni pudiera caminar y que ahora no pueda mantenerse económicamente, a pesar de sus avances.

Cuando era pequeño debía arrastrarse entre las rocas calizas y el pasto seco de esos altos y secos montes. Ahora el invierno está por terminar en este poblado de la sierra de Chihuahua, se pone una sudadera negra y una gorra azul —su color favorito—, para no enfermarse, algo bastante común en esta comunidad.

El joven rarámuri de 25 años se apoya con la mano izquierda en su muleta de metal y sale al patio de su casa junto con Maribel González, su madre, quien prácticamente ha dedicado las últimas dos décadas a brindarle apoyo.

“Nació con una discapacidad porque cuando me iba a aliviar tuve que ir a una clínica muy lejos de aquí y por eso cuando nació me dijeron que tendría un retraso, porque se me pasó el tiempo para aliviarme.

“No entendí qué era eso de retraso; sin embargo, conforme [Genaro] iba creciendo me fui dando cuenta. Lo tenía que cargar en la espalda porque él no caminaba nada, no hacía nada, sólo lo sentaba ahí y se quedaba sentadito”, recuerda la mujer.

El empeño porque su hijo recibiera terapias en el Centro de Rehabilitación e Inclusión Infantil Teletón (Crit) hizo que Maribel viajara en el año 2000 más de 30 horas a la Ciudad de México, lo que provocaba que “lo cargara, porque no tenía una silla de ruedas, y nos íbamos de madrugada para tomar el primer camión a Chihuahua y después a México”.

Debido a estas terapias, el joven pudo caminar, hablar e ir a la escuela, acciones que su madre agradece “porque mucha gente me apoyó a que él pudiera salir adelante con su recuperación. Desde cómo agarrar un lápiz hasta cómo comer y, sobre todo, cómo caminar y hablar”.

El certificado de bachillerato y su foto de generación resaltan en la pequeña sala color verde y blanco; no obstante haber concluido satisfactoriamente todos los créditos no ha sido suficiente para que el joven acceda a un trabajo.

“Escuchar música es lo que más me gusta hacer”, cuenta a EL UNIVERSAL, “pero lo que ahora quiero es que me den trabajo”. “¿En qué te gustaría trabajar?”, se le pregunta, a lo que contesta, de inmediato y sin dudar: “De lo que sea y en lo que se pueda”.

Hace un año tuvo la inquietud de viajar a Chihuahua, pero no para regresar a sus terapias, la cuales concluyó en 2011 en el Crit de la capital del estado, sino para buscar trabajo y ganar un salario, ayudarle a su mamá, y saber de la satisfacción que es ganar su propio dinero. Con su diploma en mano y con la ayuda de su mamá, quien quiso acompañarlo, se levantó un día de enero de 2017 para tomar el primer camión que los llevara a la capital del estado, en busca de obtener una oportunidad laboral.

Una camisa blanca y un pantalón caqui, unos zapatos negros boleados que cuidó para que no se llenaran de lodo cuando bajaron para tomar el autobús, fue lo que vistió ese día que viajó durante cuatro horas rumbo a Chihuahua.

Su madre recuerda que Genaro iba muy entusiasmado en busca de su primera oportunidad laboral. A pesar de estar esperanzado y contar con el apoyo de su madre, prácticamente todas las puertas le fueron cerradas.

Vence discapacidad tras 18 años de terapia… y va por un empleo
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Ilusionado, quiso quedarse en la ciudad, rentar un cuarto y buscar alguna oportunidad para trabajar, pero la respuesta fue la misma: nadie lo contrató.

“Se le metió en la cabeza que quería ir a Chihuahua a conseguir trabajo, pero en los lugares en los que nos decían que había oportunidades para que lo contrataran, nos decían que la plaza había sido ocupada, pero no era cierto, no lo quisieron contratar por su situación”, asegura Maribel.

“Todos los días hablaba con él en la caseta del pueblo, porque aquí no hay señal de celular, y le decía que mejor se regresara, que no siguiera sufriendo, que estaría mejor aquí y no tendría que pasar por esa situación”, agrega.

El aire se inunda de un olor a tortillas que Maribel cocina para vender y por la ventana se cuela el canto de un gallo que anuncia que está a punto de terminar el día, mientras el joven está sentado viendo televisión, su compañera ante la falta de trabajo y oportunidades.

“Hay mucha discriminación contra las personas con discapacidad. Lo he vivido muchas veces”, dice, mientras su madre cuida que las tortillas no se le quemen, puesto que las tiene apartadas para venderlas en la tienda en la que trabaja.

Apoyado en su muleta sale al patio de su casa, ubicado en lo alto de una loma, desde donde observa las cinco aulas color naranja del plantel donde cursó su preparatoria. La mira con nostalgia y señala el camino que todos los días recorría.

“Algunas veces se burlaban de mí en la escuela”, recuerda mientras su mamá lo toma de las manos y mueve la cara afirmando lo que dijo su hijo y agrega: “También en la secundaria, en Creel, lo discriminaron, por eso hizo aquí su bachillerato”.

Maribel se levanta y se recoge el cabello con el pañuelo característico de las mujeres rarámuris, el cual cosió, al igual que su vestido verde turquesa, los que también elabora y vende para poder ayudar a su hijo.

“Le dije que mejor se quede aquí en Norogachi, aquí no lo discriminan, pero se quiere ir a Chihuahua a trabajar. No me gusta que lo discriminen y le dije: ‘Mejor vente’, y ahora está aquí conmigo en la casa”, suspira.

Recuerda que para incentivar a su hijo a que se quedara en el pueblo lo llevó a la tienda en la que trabaja casi 10 horas, pero señala que no le agradó, “porque la gente no le tiene paciencia, él se tarda un poco para dar las cosas o en apuntar lo que se vende, por eso al día siguiente ya no quiso regresar”.

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La noche empieza a caer en la sierra Tarahumara y el frío se siente con fuerza en este poblado que es habitado por menos de mil personas, la mayoría de ellos indígenas.

Genaro, quien habla a la perfección rarámuri, se recuesta y comienza a ver de nuevo la televisión. Atrás se observa una pintura de un hombre rarámuri que su tío elaboró.

Su muleta, o su “tercera mano”, como él le dice, descansa a su lado, mientras sus ojos se hunden en la película El Profe, de Cantinflas.

Así concluye un día más para el joven, mientras su madre se alista para tejer una docena de pulseras que venderá en la tienda para apoyar en la construcción de una casa que espera heredar a su hijo.

“Siempre he sido madre soltera. Genaro no tiene a nadie y por eso quiero construirle una casita y que ahí pueda poner un negocito, una tiendita, porque no quiero que quede desprotegido”, dice Maribel.

A pesar de haber tenido grandes avances en su recuperación, la lucha contra la discriminación no ha terminado para Genaro, por lo que tiene el sueño de que algún día, en cualquier lugar, alguien lo contrate para laborar y así su madre pueda dejar de trabajar más de 10 horas.

“Espero que alguien me dé trabajo, en lo que sea, tengo mi diploma de bachillerato y sé hacer cosas”, comenta brevemente a manera de despedida y con voz entrecortada.

Es de noche, las estrellas y la luna dominan el cielo de Norogachi, donde vive un joven que desea una oportunidad de trabajo, pero, sobre todo, nunca volver a ser discriminado por tener una discapacidad.

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