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Luiz Inacio Lula da Silva, Gustavo Petro y Andrés Manuel López Obrador, presidentes de Brasil, Colombia y México, respectivamente, tenían agendada una videoconferencia con Nicolás Maduro para el miércoles pasado a la tarde. Los presidentes del G3, las tres naciones que son el puente entre una región descolocada y enojada y un régimen que ya no maquilla su voluntad dictatorial, apuntaban a intensificar en persona la presión sobre el mandatario venezolano para acelerar una salida democrática tras la pantomima electoral del 28 de julio.
Pero esa mañana el canciller de Venezuela, Yvan Gil, les avisó a sus pares de Colombia, Brasil y México que debían reagendar el encuentro virtual. Maduro iba a viajar ese día al interior del país y allí la conexión no es muy buena. La reunión se suspendió y aún no tiene fecha. El futuro de Venezuela, de sus presos políticos, de lo que queda de sus instituciones, de su desolación económica, de sus emigrados depende de si una videollamada se corta o tiene mala calidad...
La anécdota fue relatada con total naturalidad por el canciller colombiano, Luis Murillo, en una entrevista con el diario El Tiempo, para explicar que la responsable de la suspensión había sido la mala señal y no un supuesto enojo de Maduro con el G3 por el comunicado en el que esos países cuestionaban la persecución judicial de Edmundo González Urrutia, presidente electo de Venezuela de acuerdo con las actas que presentó la oposición y quien tuvo que huir a España, en medio de la persecución del régimen.
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Pasaron seis semanas desde las elecciones y lo único que hoy, en apariencia, separa a los venezolanos de vivir en una dictadura cerrada a recuperar el camino de la democracia es la mediación de Brasil, Colombia y México entre el chavismo y la oposición.
Pero Maduro no parece ni interesado ni apurado por ser parte de esa negociación. Lo demostró con una nueva provocación, esta vez a Lula, el presidente que el año pasado irritó a los brasileños al insistir en que el mandatario venezolano era un líder verdaderamente democrático.
Como sucedió con la cancelación de la cumbre del miércoles, el asedio a la embajada argentina y la revocación de la protección brasileña podría ser la respuesta de un Maduro siempre hipersensible al pedido que hizo Argentina a la justicia internacional para que ordene su detención.
Pero además deja a Lula –y a sus compañeros del G3- al borde del papelón. Y los expone o bien como ingenuos o bien como incapaces de hacer valer su afinidad ideológica y su influencia geopolítica y diplomática.
Bajo el riesgo de ser percibidos como cómplices del desvío dictatorial de Maduro, Brasil, Colombia y México mantienen abiertos los canales de diálogo con el gobierno venezolano y evitan las críticas directas para facilitar la negociación.
No importa la crisis, la región o el momento de la historia, cualquier negociación diplomática implica sacrificar imagen pública para alcanzar éxitos que nunca conforman a todos. Pero poco lograron con esa estrategia, Brasil, Colombia y México en estos más de 40 días.
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Ahora el régimen dice que no invadirá la embajada. ¿Se le puede creer a Maduro o es una burla más, una evidencia más de que el régimen descarta por completo una vuelta atrás o el reconocimiento de la derrota electoral y apuesta por el poder a largo plazo?
La represión chavista es cada vez más sangrienta y desinhibida, propio de un gobierno que pierde los frenos democráticos y que sabe que no va a tener que enfrentar a la justicia.
La violencia chavista tiene también una cara más silenciosa. Las detenciones masivas y, por supuesto, arbitrarias; el despliegue de todos los brazos armados del gobierno; el bloqueo de varias redes sociales y la supervisión constante de cualquier crítica al régimen en otras plataformas neutralizan a los venezolanos y obligan a sus dirigentes opositores a refugiarse en la clandestinidad. Al hambre, los venezolanos ahora le suman el miedo permanente y generalizado.
Mientras Venezuela se cierra, Brasil, Colombia y México pugnan por mantener abierta la puerta de la diplomacia. Con el paso de los días y la represión, esa tarea se vuelve tan desafiante como creciente es un interrogante que crece en la región: ¿Maduro y su régimen cederán por una implosión interna en el largo plazo o por la fuerza de la disuasión de una ofensiva diplomática? ¿O no cederán de ninguna manera?
La apuesta de Lula es que sea, claro, por la segunda de esas opciones. El presidente brasileño tiene mucho en juego: necesita un éxito que solvente sus aspiraciones –aún vacías- de líder regional y global y gestor de grandes acuerdos de paz, pero no está claro a qué llamaría “triunfo”.
Por un lado, está presionado por el ala más extrema del oficialista Partido de los Trabajadores (PT) que, contra toda evidencia, defiende a Maduro como un dirigente democrático que protege a Venezuela de los intentos golpistas de la oposición y del imperialismo. El propio presidente, a su vez, se dice amigo del mandatario venezolano.
Por el otro lado, y en las antípodas, el resto de los brasileños piensan todo lo contrario. Y ellos, al menos en su mayoría, están llamados a votar en los comicios regionales del mes próximo, que Lula busca transformar en un trampolín para la reelección, en 2026.
“Los brasileños tienen una percepción abrumadoramente negativa de Venezuela y la ven como un régimen autoritario guiado por Maduro. El 90% de los brasileños tiene una percepción negativa de Maduro y lo consideran como un líder represivo y antidemocrático”, dice el informe La Opinión Pública Brasileña y el Mundo, publicado, en mayo pasado, por el prestigioso Centro Brasileño de Relaciones Internacionales (Cebri).
Hacer equilibrio entre esas dos posturas y, a la vez, encabezar la ofensiva diplomática son dos de los mayores desafíos de estos casi dos años de presidencia de Lula. Por eso, el mandatario brasileño y su cancillería no deben haber estado muy contentos el viernes, cuando Argentina le pidió a la Corte Penal Internacional que lance una orden de captura de Maduro y magulló el arreglo, de principios de agosto, para que Brasil se hiciera cargo de la embajada en Caracas y de los seis refugiados opositores.
Lula y su gobierno lentamente suben el tono contra Maduro y sus saltos autoritarios. Pero la embestida del régimen contra la embajada y la revocación del permiso lo obligan ahora reaccionar con más firmeza que nunca si no quiere que se consume un papelón diplomático por la burla de un Maduro que ya no parece tan amigo.
¿Podrá hacerlo Lula? ¿O persistirá en la ambigüedad de estos últimos días que amenaza con convertir la esperanza diplomática en un camino a ningún lado?
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