Washington. No hay líder más reconocida en el movimiento obrero y chicano de Estados Unidos que ella. Dolores Clara Fernández Huerta (Dawson, Nuevo México, 1930) se ha convertido, a base de tesón, insistencia y una energía y deseo de justicia en un sinónimo de lucha obrera y de defensa de los derechos de los migrantes y las minorías.

Angelica Rubio, política demócrata de Nuevo México, lo dejó claro esta misma semana: “Igual que algunos de ustedes tienen George Washingtons y Abraham Lincolns, nosotros tenemos Dolores Huerta”. Huerta es todo un referente, y no sólo en la comunidad mexicano-estadounidense.

Ser latina hace medio siglo (y, de hecho, ahora) no era nada fácil, y Huerta tuvo que vivir las injusticias de forma diaria. Igual salió adelante, con la misma capacidad de sacrificio que la llevó, años después, a dejar de lado su trabajo como maestra para pasar al activismo activo.

Ir con los trabajadores agrícolas, padres de sus alumnos, y ver que vivían en casas sin suelo, en el barro; o que los niños estaban malnutridos, la hizo cambiar el rumbo. Junto a César Chávez, figura también mítica, formó una dupla que cambiaría la historia.

Crearon un sindicato de trabajadores agrícolas (“United Farm Workers”) para luchar por unos braceros que malvivían en condiciones terribles, trabajadores tratados casi como esclavos. Una situación que Huerta no podía soportar, y decidió unirse a ellos y luchar por cambios.

Ella fue la instigadora de una de las huelgas y boicots más duros y a la vez efectivos: la acción contra el sector de la uva en 1965, que se prolongó cinco años, exigiendo salarios justos. Al final ganaron.

Nada la detuvo. “Cuando estás en el camino hacia la justicia, sabes que van a pasar cosas”, se resignaba, dispuesta a soportar violencia y amenazas si el objetivo era un bien mayor. Promovió más huelgas, más movilizaciones: “Hacer entender a la gente que tiene poder” era una forma de vida, su forma de revolución.

Huerta se ganó la fama de infatigable y poco ortodoxa. “Era una lobista muy persistente”, recuerda, capaz de quedarse hasta altas horas de la madrugada persiguiendo legisladores por California tratando de convencerlos de sus tesis e ideas.

Su activismo incluso afectó su vida personal, provocando divorcios por su dedicación. Y casi acaba con ella: en 1988 fue golpeada por la policía de San Francisco en una manifestación contra George H. W. Bush, por entonces candidato presidencial. Le rompieron seis costillas.

No sólo es un referente obrero: es también heroína de los derechos de las mujeres y campañas feministas (“las mujeres podemos conseguir cosas”, reivindica), y de las minorías étnicas.

Su teoría es que hay que unir a la gente para un beneficio conjunto, para labrar el cambio y mejorar vidas. Una filosofía de sembrar cuantas más semillas para tener el mayor fruto posible, algo que recuerda a sus inicios en el sindicato agrícola, donde al lado de César Chávez creó su fama de activista incansable. “La esperanza está en la organización”, sentencia.

Y en el optimismo. Ella es, a fin de cuentas, la creadora de la frase “Sí se puede”, que no sólo es un grito de guerra en todas las manifestaciones proinmigrantes, sino que inspiró a Barack Obama para su exitosa campaña presidencial en 2008.

A sus 88 años sigue activa, incansable. Fue presidenta honoraria y referente de la Marcha de las Mujeres de hace un par de años. En las elecciones de medio término de noviembre pasado, Huerta estuvo tocando puertas para pedir el voto. Y, recientemente, se metió de pleno en la campaña electoral hacia 2020, dando su apoyo explícito a la senadora Kamala Harris.

Su trabajo no ha terminado. “En absoluto”, dijo recientemente, “voy a trabajar todos los días”.

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