El viernes pasado, autoridades de Cataluña y Madrid saltaron al vacío. Los primeros proclamaron una independencia cuyo contenido real es aún borroso, aunque probablemente costoso, pues tienen todo en contra, incluida la mitad de su propia población. Los segundos invocaron el artículo 155 de la Constitución para suspender los poderes en Cataluña y gobernarla directamente hasta que las elecciones regionales, convocadas para el 21 de diciembre, arrojen un nuevo parlamento y un nuevo gobierno. Ambas decisiones, cargadas de la necedad y la víscera que caracteriza a los nacionalismos, son imprecisas en cuanto a sus efectos reales (no así los imaginarios) y ciegas a los riesgos que implican.

Empecemos por la independencia declarada. Más allá de que su proclamación evoca un nivel de autonomía irreal en el mundo global de hoy, es irracional desde varios puntos de vista, empezando por el económico. Al separarse de España, Cataluña se separaría también de la Unión Europea (UE), bloque que emite desde la moneda que circula entre sus ciudadanos, hasta las normativas que ordenan su comercio, producción y cuidado del medio ambiente. Ante la incertidumbre que plantea esta situación, muchas empresas catalanas empezaron a mudar su sede en semanas pasadas. Esa fuga de capital previsiblemente continuará, por lo menos, hasta que se aclare el panorama, pues en un entorno legal incierto, no se pueden hacer planes ni cerrar contratos. Como sucede con el Brexit (incluso peor), el cálculo económico de la independencia apunta a las pérdidas, al menos en lo inmediato.

Desde el punto de vista político, la independencia plantea un problema mayúsculo: el reconocimiento de los otros Estados —drama que México conoció bien durante el primer medio siglo de su historia. Y es que el entorno político/legal no es favorable: la legalidad y la opinión nacional, europea e internacional favorece el status quo, es decir, la integridad territorial del Estado español. Este principio se sitúa claramente por encima del de autodeterminación. En su momento, ganó legitimidad para la causa de la descolonización, o en caso de una violación flagrante y sistemática de los derechos humanos (como en Kosovo). Pero no se concibió para desmantelar un estado democrático, descentralizado, que admite diversidad cultural y que protege los derechos humanos. Un Estado que hará todo lo posible por bloquear el reconocimiento internacional de Cataluña independiente.

Así, sin reconocimiento de otros Estados (empezando por el español), ni de la UE, la independencia dejaría a Cataluña en una posición similar a la del Norte de Chipre o Palestina: fuera de la “sociedad de Estados”, sin derechos a nivel internacional. Esto a su vez, plantea muchas interrogantes que el nuevo estado debería de ir aclarando: ¿Perderán su nacionalidad española los ciudadanos de la nueva república? ¿Podrán vivir allí los españoles que no se nacionalicen? ¿con qué derechos? ¿qué va a pasar con sus euros en el banco? Y un largo etcétera que implica miles de páginas de legislación. Nada de esto está claro en la propuesta independentista, ni podría estarlo, porque está sujeto a un proceso de negociación con Madrid, que no existe, ni se vislumbra cercano. Al contrario.

Pasemos ahora a la decisión de Madrid. Lo primero que se ve es una incompetencia política notable que ha permitido llegar hasta aquí. Un pésimo manejo del nacionalismo catalán, que no es de hoy: tiene larga tradición. No se trata de un puñado de locos insumisos —aunque sí muy irresponsables— sino de un movimiento con base social amplia, que abarca a una parte importante de la población catalana. Uno puede estar en desacuerdo con ellos —el Estado español ya no es franquista ni los oprime, como alegan— pero ahí están, sienten eso y son muchos. Ignorar esto y pensar que el problema se acabará sólo aplicando la ley y enviando a la policía ha sido y sigue siendo un grave error.

Rajoy no ha sabido dar cabida al hecho de que la Constitución española “no se ha bajado la actualización” desde hace ya rato. El modelo de la Transición está agotado con los resultados que hoy vemos: un pacto federal sin serlo, sin instituciones que medien adecuadamente el tema territorial, centrado en un senado sin atribuciones reales y una monarquía que, últimamente, anda deslegitimada. En su momento, Zapatero, que vio venir el problema, intentó desactivarlo negociando un nuevo Estatuto. Pero, al llegar al poder, el PP de Rajoy lo impugnó ante el Tribunal Constitucional, donde la mayoría conservadora lo echó atrás. Y desde entonces, no ha sido posible el diálogo acerca del status de ésta ni de ninguna de las autonomías, para dar salida a los reclamos nacionalistas, que, con la crisis de 2008, se nutrieron del resentimiento contra la austeridad y del enojo contra la corrupción. Tienen razón en Barcelona cuando alegan que el diálogo con Madrid no es posible, al menos no con este gobierno.

La aplicación del 155 abre muchas interrogantes. ¿Qué piensan hacer con los actuales gobernantes y parlamentarios catalanes? ¿Y con sus seguidores? ¿Meterlos a todos en la cárcel, emprender una purga al estilo turco? ¿Podrán los partidos independentistas participar en las elecciones convocadas? ¿Cómo va Madrid a manejar a instituciones (bomberos, mossos…) que son leales al independentismo y lo siguen apoyando? La represión para impedir el referéndum del 1 de octubre ya mostró los efectos perversos de este curso de acción: las imágenes de viejitas sangrando golpeadas por la policía o las noticias de líderes encarcelados no hacen más que producir mártires y generar mayor encono y resentimiento. De estas emociones, justamente, se nutre el nacionalismo.

Este duelo, en el que ambos lados se perciben como heroicos, ha generado una crisis de la que es casi imposible salir con bien. Mientras no se establezca un diálogo que canalice las inquietudes independentistas y reforme a la Constitución para que sirva a los ciudadanos y no al revés, la tensión seguirá. Cada bando seguirá conversando sólo con su lado.

Profesora-investigadora de la División de Estudios Internacionales del CIDE

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