El mes de julio se acaba, barre con las vacaciones escolares, con una Ciudad de México de traslados más gratos. Agosto se despereza con el regreso a clases, con las lluvias indecisas, a veces torrenciales o agazapadas para dejarnos tardes transparentes. Coincide el fin de mes con el término de mi novela. Le he puesto punto final a un vagón de palabras en el que viajé tres años y me queda la sensación de asombro suspendido. Es el limbo entre el punto final y el momento en que llega el libro, el objeto público compartible, que me abre en canal al diálogo. Sé que cuando lo tenga en mis manos procederá la ceremonia íntima y silenciosa de abrazarlo, de acercarlo al corazón, de susurrarle la bienvenida y el adiós, de recordarle los días y las tardes, los espacios, los cambios de humor, las lecturas, las dudas, las enfermedades, las libretas, los cafés, los funerales, las conversaciones, los abrazos, la alegría y el dolor, las desilusiones, las peleas, los secretos y los viajes que lo preceden, que se disolvieron en su ADN, que sólo yo y él conocemos. Un cordón muy fino habrá de quebrarse cuando comience a hablar de él, nunca antes, o lo menos posible, es cierto, porque se salan, porque ese mundo de palabras es sólo un sueño, el gatear de una criatura, un embrión sin voz. Qué difícil es explicar una novela, porque uno tarda mucho en explicársela a sí mismo (si acaso se la logra explicar). Me gusta la tradición con que se presentan las novelas en los países sajones: el autor lee un fragmento, la prosa habla por si sola, porque como una atarraya de palabras pretende enredar el aleteo de los peces para jalarlos al cantón del mundo ficticio, inundarlos de tanta mentira verdadera.

Pero entre tanto estoy en el limbo y desenrollo el hilo de Ariadna y salgo del laberinto, me coloco en su entrada: en el antes de la novela. Porque fabular un mundo es meterse en problemas, es construírselos y sortearlos, como si no bastaran los de la vida misma. Tiene una razón esa problematización recurrente, la precede una pregunta, un manojo, dudas vitales, y el sino de la subsistencia, la rebelión contra el implacable correr del tiempo, la perplejidad ante la muerte, la velocidad de los días que no permite agrandar los detalles, detenerse en los gestos, recuperar ternezas, reconocer oscuridades. Y queremos hacernos de palabras, faros, linternas para seguir andando. Me solazo en el germen inicial de esta novela: un viaje a Portugal. Una celebración de amigas. Un verano entre viñedos, olivos y naranjales, un calor tajante y un tiempo extendido, tirado como si nada le demandara reaccionar, como si fuera eterno y plácido y uno transitando los días sin vislumbrar un futuro de palabras, cargado de Ciudad de México, de crecer en los 70, de decisiones que se resetean de cuando en cuando, de sismo del 85, de pérdidas y aprendizajes. No lo sé, no lo sabemos, pero mi emoción durante esos días ya está atisbando una novela (y no lo sabe, como tampoco sospecha la fragilidad de la vida).

“Viaje a la semilla”, escribiría aquel cuento maestro Carpentier desandando el tiempo desde la demolición de la casa, a la fundación de una familia y la construcción del recinto. Yo miro la versión penúltima impresa, para verte mejor, tachoneada, con anotaciones, la preceden otras tantas en la computadora, finales varios. Un caos ordenado, un torrente colocado en su sitio, pero si esto no era más que una línea en una libreta: me sorprendo. Una idea garabateada en la libreta azul Caribe, que elegí por fresca, porque me invitaba a llenarla de balbuceos, ocurrencias, diagramas, árboles genealógicos, fechas, hasta bosquejos de la fisonomía de mis personajes. Y luego esas semanas en The Hermitage en Florida, la casa playera del siglo XIX a caballo entre el Golfo y el manglar, donde intenté el arranque y escogí algunas conchas que serían los personajes, y las guardé en una cajita para traerlas de regreso, que el vaivén del mar siguiera ejerciendo su embrujo apaciguador en las jornadas de trabajo en Coyoacán. Resistieron dos veranos y las navidades diferentes: la ausencia de mi padre, la muerte de mi madre, la de la amiga y la otra amiga, la despedida y el regreso de mi hija, el parto de la hija mayor y el nacimiento de mi nieto.

Por eso, cuando llegue la caja con los primeros ejemplares y corte la cinta canela con ansiedad, y alce las tapas de cartón para ver el botín, que todavía será sólo mío, permítanme la intimidad de retenerlo un rato entre mis brazos. Un trozo de mí, de la que soy y voy dejando de ser, está allí.

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