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La fotografía de una joven en jeans, con una blusa blanca y una pose despreocupada reposa sobre la madera del féretro que resguarda los restos de Mara Fernanda, que ayer fueron recibidos por familiares y amigos en su natal Xalapa, capital de Veracruz.

Por si faltara más dolor a este pedacito de patria que sabe sufrir y cantar, Veracruz recibió en su último viaje a Mara, la estudiante de Ciencias Políticas en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, (UPAEP) quien fue asesinada presuntamente por un conductor de la empresa Cabify.

En la sala de velación 5 de Bosques del Recuerdo, los asistentes se enfrentaron a la imagen desoladora de una muerte sin sentido, de la pérdida irreparable de una vida y el corazón deshecho de familiares que intentan con poco éxito parar de llorar y de sufrir.

En el fondo de la sala muchos se funden en un abrazo para consolarse por la partida de esa niña de 19 años, pero la quietud no llega y menos para la madre de Mara, la señora Gabriela Miranda, quien sucumbió en varias ocasiones a la pérdida de su hija.

Agoniza al grado de preguntarse qué clase de monstruo fue capaz de arrebatar la vida de Mara, cuyo único delito fue hacer lo que recomiendan cuando los jóvenes salen de fiesta: buscar un taxi seguro que los lleve a casa. Nadie pudo anticipar que ese sería el último viaje de Mara.

La indignación ha traspasado a la familia, a los amigos y compañeros de la joven, en Puebla, en Veracruz y grupos de mujeres en la Ciudad de México, muestran su indignación por la muerte de la universitaria. Convocan a marchas para exigir justicia, para que Mara Fernanda no se convierta en un número, sino en un estandarte de lucha.

Hoy, la bóveda del cofre contiene la imagen grabada de la María de los fieles católicos, y alrededor decenas de flores blancas, coronas y arreglos que dan cuenta del amor que muchos sienten por la joven que fue asesinada luego de salir de un bar en Cholula, Puebla.

El sacerdote católico Quintín López Cessa intentó, con pocos resultados, dar consuelo a la familia y a Gabriela Miranda López, cuya vida se pausó desde el 8 de septiembre, el día que desapareció su hija.

El clérigo recordó el pasaje bíblico del apóstol Juan que narra la llegada de Jesús a Betania, donde su amigo Lázaro había fallecido hacía varios días. Contó cómo una de sus hermanas de nombre Marta le reclamó la tardanza y luego les recordó que Jesús resucitó a Lázaro.

Al escuchar el llanto y sollozos de los presentes, el párroco dijo que Dios no se lleva a nadie, no causa la muerte de nadie, y que se equivoca quien lo dice.

“En situaciones difíciles preguntamos dónde está Dios y decimos ‘si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto’, así es posible que digan de Mara, pero ojalá que todos los que han querido puedan escuchar esto: Mara resucitará”.

A las oraciones y las palabras de consuelo, se sumaron los cantos y declaraciones del Salmo 23, que inicia con una frase que para algunos fue hoy una palabra difícil de pronunciar: “El Señor es mi pastor, nada me faltará, en lugares de delicados pastos me hará yacer”.

Cuando el párroco se disponía a dar por terminado el servicio, una voz baja se escuchó entre la gente, era una joven de tez blanca, delgada, con cejas pobladas y de casi 1.70 metros de estatura, que bien pudo ser Mara, y dijo: “Ella era un capullito que se iba abriendo, siempre tenía amor para todos”.

La palabras desarmaron a quienes estaban cerca y de nuevo fue necesario traer alcohol para sacar del sopor a quienes hoy lloran el asesinato de la hija de Gabriela, que esta noche tendrá la más larga de su vida.

En unas horas deberá despedirse para siempre de su gran amor y entregarla a la tierra, en medio de un dolor que en un Veracruz herido es cada vez más común, cada vez más doloroso, más escandaloso.

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