Muchas veces he dicho en este espacio de EL UNIVERSAL que la única manera de cambiar las cosas en un país es por la acción de sus propios ciudadanos.

Pero cada vez que digo que en México tenemos los políticos que tenemos, la corrupción que tenemos y la delincuencia que tenemos porque la sociedad participa de ello, sea beneficiándose directamente o simplemente porque no se opone, muchos lectores se enojan, me agreden y hasta insultan.

Todos creemos que no somos corruptos, aunque ya he hablado aquí de que corrupción significa mucho más que portarse como Javier Duarte y todos creemos que no nos beneficiamos de la delincuencia, aunque ya he hablado aquí de que beneficio significa más que tener trato con delincuentes.

Traigo el asunto a colación porque estamos viendo que en Estados Unidos, quienes no eligieron a Trump no están dispuestos a callar y aguantar. Desde el primer día han manifestado su oposición con protestas, manifestaciones y marchas; varios medios de comunicación están enfrascados en una guerra abierta contra el gobierno; diversos museos organizan exposiciones con artistas inmigrantes; algunas tiendas dejan de vender mercancía de la hija de Trump; los alcaldes de las llamadas Ciudades Santuario anuncian que no están dispuestos a perseguir a sus inmigrantes, aun a riesgo de quedarse sin fondos federales, ni las líneas aéreas a impedir que aborden los aviones pasajeros de países vetados; un juez invalida que se ponga en práctica el decreto antiinmigrantes y varios procuradores lo apoyan, y cuando el Departamento de Justicia del gobierno trumpista apela la decisión, una corte federal se niega a darle curso.

Acciones como estas son lo único que puede parar a Trump. En México y Francia podemos marchar y escribir y gritar nuestra ira, en Japón molestarse con las amenazas, en Irán responder a las bravatas, en Israel apoyarlo con un tuit y en medio planeta sugerir boicotear a empresas estadounidenses (algo de lo que ya hablé mostrando su imposibilidad y el daño que eso significa para las economías y el empleo locales, por la forma como funciona la globalización), pero ninguno de esos va a lograr detener al loco. Solamente los propios ciudadanos de Estados Unidos lo pueden conseguir.

Esa debería ser la gran enseñanza para México. El gobierno no va a resolver la violencia, la corrupción, la ineficiencia o la delincuencia. Esto solo se logrará si los ciudadanos nos involucramos en esa lucha. Pero como ya he dicho, mientras tantos se beneficien con ese modo de funcionar, las cosas seguirán igual; mientras familias enteras sigan entrándole a ordeñar ductos de Pemex para vender la gasolina robada, a ocultar mercancía robada por sus hijos y hermanos, a asaltar tiendas para llevarse electrodomésticos y para colmo agredir a los policías y autoridades que tratan de evitarlo; mientras tantos empresarios pongan sobreprecios a los productos que les compra el gobierno o manden unos de pésima calidad, incluidas las medicinas; mientras diputados, presidentes municipales y gobernadores sean personas con historiales negros, que van desde conivencia con la delincuencia hasta asesinatos; mientras los partidos de izquierda y derecha solo velen por sus intereses electorales inmediatos; mientras las grandes empresas y comercios hagan transas con los impuestos; mientras tantos ciudadanos se roben la luz, no paguen agua ni predial, las cosas seguirán igual.

Uno se pregunta si realmente quienes creen que hay que renunciar a los funcionarios, desde el Presidente para abajo, o regresar a los soldados a sus cuarteles, o hacer nuevas constituciones, han considerado esto. Porque para cambiar a un país, no son los políticos ni los soldados, las leyes ni las cárceles, los deseos ni las amenazas de otras naciones los que lo pueden lograr. Es la sociedad. Y en México, esta aún no manifiesta clara y definitivamente su voluntad en ese sentido.

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